En el andar de estar permanentemente buceando los episodios de Salta -interés que me nació por esas casualidades que se presentan en la vida- encontré, entre amarillentos apuntes, algunos acontecimientos que sirvieron para plasmar, en sabrosos argumentos, a célebres literatos, tanto de la región como del país. El relato de hoy se remota al año 1856 durante la gestión del gobernador don José María Todd, quien llegó al poder por su propio voto. ¿Cómo es eso?, ¿por su propio voto? Sí, efectivamente.
La narración tiene dos principales actores. Sobre el primero, José María Tood, nació en Salta en 1809 y cuando sólo contaba 15 años se alistó a las fuerzas que partió bajo el mando de José María Paz a la guerra contra el Brasil. Como consecuencia de las heridas recibidas quedó prácticamente inválido, condición que no le impidió continuar su carrera militar hasta llegar a comandar el Batallón de “Cazadores Argentinos”. Unitario a ultranza debió emigrar a Bolivia después de la suerte que corrieron Juan Lavalle y Manuel Dorrego.
Todd, político
Con el correr del tiempo y habiéndose tranquilizado la situación del país Todd regresó a Salta para dedicarse a la actividad política que lo llevó a ocupar una banca en la Legislatura y, en su carácter de presidente de la Cámara, le cupo la responsabilidad de llamar a elecciones para completar el periodo gubernativo del General Rudecindo Alvarado, quien debió dimitir por razones de salud. La votación reflejó un empate y Todd, como titular de la Junta y candidato a la gobernación, debía desequilibrar la opinión de los electores. En la ocasión solemnemente, con tono grave de voz y mirando al futuro, apuntó: “Voto por el ciudadano José María Todd”. Su actitud no convenció a todos, pero…
Ahora traeré a escena a un segundo personaje. Todd, ya gobernador, llevó a José Manuel Fernández como jefe de Policía. El funcionario –discípulo del educador Mariano Cabezón y de reconocido prestigio como autoridad durante la gestión de Cleto Aguirre y de Benjamín Dávalos- había creado fama a raíz de su agudeza, su buen humor y de su ecuanimidad. En una habitación continua a su despacho de jefe policial tenía un Cristo crucificado colgado sobre una pomposa cortina de terciopelo con bordados dorados. Este paño celosamente atesoraba detrás una portezuela clausurada que daba a un habitáculo donde se escondía su más perseverante secuaz.
La santa imagen tenía en la cabeza un resorte y un artilugio ensamblado con dos fibras que trasponían el tapiz y el eje del cerrojo lo que permitía al que lo manipulaba, desde afuera, mover la cabeza del Cristo en sentido afirmativo o negativo.
Fernández acostumbraba a indagar en persona a la totalidad de los reclusos, sobre todo a los que llegaban del campo. Su hábil interrogatorio le accedía, casi siempre, entrever la verdad a traves de la inocencia de aquellos desdichados campesinos, menos instruidos que los de ahora por los recursos de la mentira, la chicana y la hipocresía. Cuando percibía que el inculpado demoraba en responder o tartamudeaba el jefe de la Policía del gobernador José María Todd terminaba su interrogatorio, le decía al detenido:
- “Ahora, vení. Todo lo que has dicho lo vas a repetir delante de tu “Diosito”. Al “Tatita Dios” no se le miente. Te va a castigar si lo hacés y te vas a ir al infierno. Vení, pasá”.
Ya frente al Cristo articulado el declarante debía confesar nuevamente sobre el delito que se le imputaba. Si lo revelado parecía ser cierto Fernández, con una señal convenida con quien estaba oculto en la habitación continua manipuleaba los hilos para llegar a que el Crucificado moviera la cabeza como asintiendo pero, si en caso era poco creíble la imagen movía su cabeza de izquierda a derecha. Y si realmente lo manifestado por el lugareño era verdad y había fallado los cálculos del sabueso no era sorprendente que el supuesto forajido vociferara:
- “No señor, no señor…¡el Cristo está mintiendo!. ¡Se lo juro! ” – afirma sus dichos haciendo una cruz con sus dedos delante de sus labios.
Claro está que el comisario José Manuel Fernández ante esta situación, mediante señas el sabueso hacia las prudentes correcciones con los hilos, y con estas maniobras hacía quedar bien al Cristo ante la supuesta equivocación. Con esto se daba por consumada la investigación y, a otra cosa.
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