Cuando nos referimos a la Revolución
con “mayúsculas” estamos hablando de la Revolución Francesa. Ésta se produjo a
partir de 1789 y se convirtió en un verdadero mito. Su lema “Libertad,
Igualdad, Fraternidad” resume su propósito de transformar la vida social. Las
Instituciones sociales con sus jerarquías internas y sus reglamentaciones
aparecían como un obstáculo al desenvolvimiento de la “Libertad” y de la
“Igualdad”. Por tanto había que eliminarlas y fundar la vida social sobre un
nuevo “Contrato”. Así fue que los Gremios fueron disueltos, las Congregaciones
Religiosas y la Iglesia perseguidas, la familia se vio afectada por la
eliminación del Mayorazgo, la reducción de la autoridad paterna y la
introducción del divorcio. La Monarquía fue abolida. En lugar de estas
instituciones sociales el Estado, fundado en el Contrato Social rousseauniano,
debía reglar la vida de los Individuos. La Revolución se convirtió en un Mito
que marcó la evolución de los siglos XIX y XX. Este mito posee una visión
fuertemente mesiánica, ya que considera que por su intermedio la Humanidad se
va a regenerar, acabando con todas las desigualdades sociales e imponiendo el
triunfo de los Derechos Humanos. El argentino Juan Carulla escribía en el año
1928:
“La Revolución Francesa no difiere en
nada de las demás revoluciones que ha conocido la historia. Mentira que haya
contribuido al progreso de los pueblos. Mentira que haya mejorado la situación
económica de la clase obrera. Mentira que haya suprimido las guerras (…) La
Revolución (…) lo único que consiguió realmente, (es) matar, masacrar y mutilar
a 20.000.000 de hombres, destruir las jerarquías naturales indispensables para
los pueblos e inficionar el mundo de absurdas doctrinas que aún siguen haciendo
estragos.”
El político irlandés, miembro del
Parlamento británico y pensador contrarrevolucionario, Edmund Burke contrapone
la Revolución Francesa a la Norteamericana producida por los mismos tiempos y
que dio origen a la Independencia de los EEUU. Nos cuenta al respecto el
sociólogo Robert Nisbet:
“En Francia, el asalto a la moralidad
y el gobierno tradicionales provino de un pequeño grupo de franceses, los
jacobinos (…) A los ojos de Burke, la labor de los jacobinos al otro lado del
canal era justamente lo contrario de lo que habían hecho los colonos
norteamericanos: la labor de liberación de ‘un poder arbitrario’. Antes bien,
se trataba de una nivelación hecha en nombre de la igualdad, nihilismo en
nombre de la libertad y poder, absoluto y total, en nombre del pueblo. La
Revolución norteamericana buscó la libertad para seres humanos reales y
vivientes y para sus hábitos y costumbres. Pero la Revolución francesa estaba
interesada mucho menos en lo real y lo vivo –los campesinos, la burguesía, el
clero, la nobleza, etc.- que en el tipo de seres humanos que los líderes
revolucionarios creían que podían fabricar a través de la educación, la persuasión,
la fuerza y el terror.”
El Estado totalitario surgido de la
Revolución, supuesto representante de la Voluntad General (según el esquema
mental de Rousseau, en quien se inspiraron muchos revolucionarios), crea una
maquinaria que procura regular y organizar la sociedad en forma “artificial”
eliminando o limitando la acción de los cuerpos sociales “naturales” y de los
vínculos humanos creados a partir de los mismos. Escribía el autor español Elio
Gallego en agosto de 2011:
“el Estado moderno lo que pretende es
organizar y proporcionar al hombre moderno su ‘seguridad social’. De tal modo
‘que –en palabras de Dawson- incluso el nacimiento y la muerte, la enfermedad y
la pobreza, ya no sitúan al hombre cara a cara con las últimas realidades, sino
que sólo le ponen en mayor dependencia del Estado y de su burocracia, hasta el
punto de que todas las necesidades humanas pueden solucionarse llenando el
apropiado formulario’.”
Más allá del prejuicio que se suele
tener acerca de la inevitabilidad de la Revolución y la presentación de la
misma como la portadora del progreso, Calderón Bouchet nos indica que junto a
la “nueva Francia” continuaba viva y vigente la “vieja” Francia. Dice, citando
a otro autor:
“En la Francia del siglo XIX (…)
existen numerosas sociedades yuxtapuestas. Hay en Francia de 1820, tal vez una
del Antiguo Régimen a quien las vicisitudes políticas apenas ha rozado y que
sobrevive a todos los cambios.” Claro, que también está la otra (u otras): “la
sociedad burguesa (…) la Francia obrera a punto
de nacer.”
El mismo autor analizando a un
pensador contrarrevolucionario francés –Charles Maurras-, y la crítica que
dicho escritor hacía del estatismo y el centralismo revolucionario, se refiere
al ejemplo que éste utilizaba refiriéndose al federalismo argentino de los
tiempos de Juan Manuel de Rosas:
“Su concepción de una monarquía
tradicional representativa nació de esta acentuación del valor de los poderes
regionales (…) pocos meses antes de morir volvió sobre esta idea (regionalista)
y repitió (…): ‘Esos salvajes unitarios como solían decir los viejos
argentinos’.”
En efecto, así como hubo una “vieja
Francia”, aquí entre nosotros hubo una “vieja Argentina”. Muchos historiadores
e intelectuales sostienen que el período en el que nuestro país fue gobernado
por Juan Manuel de Rosas representa la reafirmación de la Tradición frente a la
Revolución:
“Ezcurra Medrano citaba, de este
libro de Ingenieros otro párrafo elocuente:
‘La Restauración fue un proceso
internacional contrarrevolucionario, extendido a todos los países cuyas
instituciones habían sido subvertidas por la Revolución…La restauración
argentina fue un caso particular de este vasto movimiento reaccionario,
poniendo en pugna las dos civilizaciones que coexistían dentro de la
nacionalidad en formación; su resultado fue el predominio de los intereses
coloniales sobre los ideales del núcleo pensante que efectuó la Revolución’(…)
En el artículo de 1940 ampliaría este
análisis:
‘Perteneciente a una familia rural de
rancio abolengo, (Rosas) supo captar como nadie la realidad de la tierra. Se
vio rodeado a la vez de la vieja aristocracia española y de todo el pueblo de
la ciudad y campaña de Buenos Aires (…) Bajo cualquier aspecto que se examine
la obra de Rosas, vemos aparecer en ella el sello tradicional. En el orden
espiritual, por ejemplo, la Restauración es netamente católica: la obligación
especialmente establecida de conservar, defender y proteger al catolicismo (…),
la enseñanza obligatoria de la doctrina cristiana, la censura religiosa de la
instrucción (…), la prohibición de libros y pinturas que ofendiesen la
religión, la moral y las buenas costumbres (…), la fundación de iglesias, son
medidas que caracterizan suficientemente el espíritu católico de la
Restauración(…)" (Fernado Romero Moreno, "Rosismo, Tradicionalismo y
Carlismo)