domingo, 17 de mayo de 2009

17 de Mayo – Día Mundial de las Telecomunicaciones. Soberana Compañía de LOYOLA SCL

Telégrafo militar portátil usado en la Campaña al Desierto


Fue de capital importancia para las fuerzas nacionales que intervinieron en la Conquista del Desierto contar con el preciado auxilio del telégrafo. No debe dejarse de mencionar que la Ley Nº 215 que aprobó el Congreso Nacional en 1867, que preveía llevar la frontera Sur a los ríos Negro y Neuquén, en su artículo 6º disponía la extensión de la red telegráfica nacional hasta los propios fortines a instalar posteriormente por el Ejército. Allí se vio la importancia que se le asignaba a este factor preponderante para el buen desempeño de una rápida y eficaz conducción militar, en áreas tan grandes como en las que debía actuar en lo futuro las tropas del ejército. Era indudable que el tiempo jugaba un rol principalísimo para la organización y defensa de los contraataques, en presencia de malones.


No es posible olvidar también que la falta de telégrafo anuló muchas veces la posible llegada de refuerzos en los ataques llevados contra los fortines.

“El telégrafo es un arte que se enseñaba a los oficiales que servían en esas líneas avanzadas. No quedó Comandancia, fuerte o fortín sin la debida instalación de este valioso auxiliar de la defensa, porque, no solo evitaba demoras que traían graves perjuicios en las operaciones militares, sino que también producía economías importantes en cientos de soldados y caballos que se empleaban en las comunicaciones sin hilos. Las líneas telegráficas fueron debidamente tendidas por nuestros soldados y sin interrupción alguna hasta algo después de 1885.

La vida de los telegrafistas de frontera alcanzó los grados de heroísmo, no sólo por los riesgos a que su libertad y vida se hallaban expuestos, sino por las privaciones y sufrimientos que debieron soportar trabajando duramente jornadas de sacrificios y ganando sueldos de hambre”. (1)


Bien han dicho algunos historiadores que Roca contó con dos factores primordiales que no pudieron apoyar a Rosas en su magnífica campaña: el fusil y el telégrafo.

Debemos a Alsina el mayor impulso por poner a cada comandancia y fuerte principal en contacto entre sí y con el Ministerio, por medio de ese preciado medio de comunicación. A sus gestiones se debió que al iniciarse la campaña definitiva todas las comandancias pudieran enviar a las vecinas el informe de sus actividades y el probable movimiento de los indios, todo ello en el día y con una celeridad que no había podido contar antes ningún jefe expedicionario.




Para atender este nuevo servicio que se agregaba al ejército, Alsina dispuso en enero de 1876, que se creara la “Escuela Telegráfica” en el Colegio Militar (que por aquel entonces funcionaba en la casa de Palermo que perteneciera a Rosas). Formóse allí esa pléyade de jóvenes capaces, competentes y con los valores y aptitudes necesarias para poder desempeñar el sacrificado puesto que debía ocupar allá en las soledades del desierto. Era el progreso que iniciaba la nueva era de las comunicaciones, reemplazando poco a poco a los legendarios chasques, cuyos martirios y glorias jalonan las páginas de nuestra historia.

Roca, que palpó personalmente los beneficios que reportaba tal medio, hizo cumplir las directivas que en tal sentido impusiera previsoramente el Art. 6º de la Ley Nº 215 de 1867, haciendo que a medida que avanzaba el Ejército, detrás de él se tendían los delgados hilos del telégrafo, que llevaría a Buenos Aires y a toda la República el eco de los combates donde las armas de la Patria iban abriendo el camino para el arado.




Para desalojar de las mentes el desconocimiento del temido desierto la civilización contó con la ayuda de ingenieros, topógrafos y agrimensores, que con la brújula y el teodolito fueron internándose poco a poco en todas las tierras en que señoreaba el indio, para ir registrando en sus mapas todos los accidentes geográficos que debían tenerse en cuenta para que, tanto los militares expedicionarios como los futuros colonizadores, pudieran adentrarse tranquilamente en esas tierras hasta poco antes sólo conocidas por el impagable baqueano, quien durante siglos fue la única luz en esa tenebrosa sombra de lo ignoto, donde perderse era una muerte casi segura.

¡Viajero! Cuando recorras las interminables rutas de la pampa y patagonia, ten un recuerdo amable para aquellos baqueanos, ingenieros, topógrafos y agrimensores que hicieron posible las cómodas y seguras rutas de hoy.

La civilización avanzaba hacia el desierto y lo hacía con paso seguro. Los rieles que nacían en Constitución avanzaban hacia Azul. El 14 de agosto de 1865 partían de la Capital para llegar a Jeppener y ese año llegarían hasta Chascomús. Otras líneas irían extendiendo la red que desde el “puerto” se abrían hacia el infinito horizonte de las pampas. Esos rieles llevarían hasta la “línea de Alsina” a los contingentes, armamento, víveres, municiones, etc., que deberían participar en la cruzada final contra el indio.

Como un homenaje a todos esos anónimos telegrafistas que internados en el desierto y la cordillera cumplieron su misión junto a los soldados que guarnecían los fortines, creemos justo transcribir las expresiones tan sentidas del secretario de la Campaña Expedicionaria de 1879, el coronel don Manuel José Olascoaga:


Despedida del telégrafo militar

“Hoy nos separamos del telégrafo. Aunque hemos llegado aquí ya a una gran distancia de Buenos Aires, no nos hemos acostumbrado todavía a que estemos tan separados de aquel centro; porque a la vista de esos postes y de esos alambres magnetizados, se desvanece realmente toda idea de distancia. Llega uno a imaginarse que esa larga línea de hierro es su propio brazo armado de una pluma, con que escribe lo que quiere en la pizarra de cada uno de los amigos de allá.

Todavía se puede pensar que aquí se está más cerca de ellos; no hay que irlos a buscar a sus casas. Basta entrar a la oficina telegráfica y nombrarlos, para que se presenten como espíritus, que un amigo mío cree tener prontos a su llamado en cualquier hora que el se sienta a su trípode. Tengo, a más, la ventaja de que mis amigos me transmiten sus propios conceptos con su propia ortografía, mientras que aquellos espíritus mentales hablan con el estilo y la ortografía de mi amigo (que son especiales).

Al decir adiós al telégrafo me viene a la memoria toda la línea que nos ha acompañado y las oficinas donde nos hemos puesto al habla con personas de todas partes; y no es posible despedirse de algunas de esas oficinas sin expresar los sentimientos que nos han inspirado.
Es ciertamente conmovedor llegar a las estaciones telegráficas que se encuentran en el espacio desierto que separa a Olavarría de Carhué.

Un pequeño rancho que apenas hace bulto en la inmensidad del espacio solitario, y que sólo se percibe por hallarse ensartado en los hilos metálicos que el viajero no pierde de vista, es lo que se llama una oficina telegráfica en aquellos lugares. Un oficial solo, que ha tomado ya el aspecto agreste del yermo en que vive, es el jefe y operador de la oficina. Se agrega a este personal el guardahilos que generalmente está ausente y que suele encontrarse por ahí debajo de sus hilos como un ahorcado que ha cortado su cuerda.

En algunas de estas oficinas hemos visto el aparato de transmisión casi a la intemperie, delante de una ventana sin reja, postigo ni vidrios. (Se le deja el nombre de ventana por no quitarle lo que se le ha dado).

En la estación telegráfica de El Sauce se había caído el único rancho que le servía: único indicio humano en diez leguas a la redonda, reemplazado por una carpa donde el oficial telegrafista vivía con su aparato.

¡Una carpa en el desierto, habitada por un hombre solo!… Esto dice mucho, y por supuesto, que no es un hogar para echar raíces. Al lado de la carpa había una zanja que parecía sepultura preparada.

Efectivamente, pocos días después de visitarla, hemos sabido en Carhué que un fuerte viento a la media noche arrancó la carpa, y envolviendo en ella al telegrafista, su aparato, y su menaje, lo echó todo a la fosa. “Ligera interrupción de la línea”, es la frase que explicaba todo el suceso; porque el joven no quiso permanecer en su sepultura sino aquella noche. Al amanecer del día siguiente, remontaba su aparato a la intemperie y anunciaba sencillamente: “Queda restablecida la comunicación”. Si hubiera muerto, el desierto habría guardado el secreto.

Se necesita pensar que son argentinos estos oficiales, jóvenes y bien educados como que han salido del Colegio Militar, para comprender toda la abnegación, coraje y fidelidad que muestran en ese servicio.

Algunos de ellos han permanecido sin ser relevado, cinco y seis años; han concluido toda su ropa, usándola hasta la última cohesión de la tela, hasta el último vestigio del color primitivo. Han repasado veinte veces sus libros y por último se los han fumado. Se han mantenido con la sola ración de carne distribuida cada quince días… Se sabía que vivían, porque se les sentían sus pulsaciones por el telégrafo, lo cual era bastante para satisfacer a los señores inspectores del ramo.

Y esto me hace recordar a cierto personaje de Mendoza, en cuya casa quedó sepultado un compadre suyo bajo las ruinas del terremoto. Nada hace por desenterrar a su compadre, que le había tocado aquella suerte por haberse encontrado de visita al tiempo de la catástrofe. Pero de cuando en cuando se acerca a los escombros de su sala de recibo y pregunta con mucha solicitud: -¿Todavía está vivo compadre? ¡Y a la contestación afirmativa, se retiraba… más tranquilo!

También puede decirse que estos estimables oficiales están al lado de su aparato, que los pone en contacto de inmediato con todos los centros de población y los liga íntimamente al movimiento social, salvada la distancia, que no existe a lo largo del hilo telegráfico, y que por último, una exclamación suya puede oírse desde Puán a Buenos Aires. Pero también es cierto que este ser tan socorrido y poderoso por la ubicuidad facultativa de su palabra, es al mismo tiempo un militar de facción que no puede quejarse, que está en manos de su inmediato superior, y que, como el centinela que vela por un rey, su omnipotencia se limita sin embargo en una cosa con vara de membrillo que se llama Cabo de Guardia.

Me han referido la manera original como estos jóvenes telegrafistas son transportados generalmente a las mencionadas oficinas, comenzando por demostrarme las razones atendibles que en ello militan; pero que en nada disminuye lo grotesco del hecho.

Se dice que, como parten del Azul, donde no hay grandes y cómodos vehículos para que un alférez viaje al desierto, teniendo que traer cama, baúl, libros y todo aquello que el pobre oficial sospecha debe acompañarlo hasta el fin de sus días, se le proporciona una pequeña carreta del país, montada en dos óvalos de una pieza que fueron ruedas antes de gastarse con el uso y que le imprimen al andar un movimiento tan particular, que el telegrafista que va dentro, no puede menos de recordar en todo el camino el principal de sus deberes, que es: estar siempre despierto y vigilante. De pie sobre su carreta, que apenas levanta media vara del suelo, pero que en cambio se alza de adelante, haciendo ángulo de 45º con el horizonte, para que el pértigo alcance a la cincha del caballo, el alférez pasa por las estaciones de tránsito y llega por fin a la propia, como los héroes de la República romana después de la victoria. Ni los vítores le faltan por parte de sus jocosos compañeros.

He oído al general Roca preocuparse con interés sobre mejorar la condición de estos jóvenes que prestan con tanta abnegación servicio tan importante. Y, sin embargo, me consta que ninguno de ellos le ha insinuado la menor queja.

Se limitan a contar estas cosas sólo para reírse; y yo sólo las consigno para que si este diario llega a leerse fuera de nuestro país, se conozca la virtud de estos jóvenes militares argentinos, que nada les arredra, nada les falta ni piden, y viven contentos con la conciencia del señalado servicio que rinden al país economizándole gastos con sus increíbles privaciones”. (2)



Referencias

(1) Ramayón, Tcnl Exp. Des. Eduardo E. – La conquista del desierto – Buenos Aires (1913).
(2) Olascoaga, Cnl Manuel José – Estudio topográfico de la Pampa y Río Negro – Revista del Suboficial – Buenos Aires (1930)

Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Raone, Juan Mario – Fortines del desierto – Revista del Suboficial Nº 143


 GENERAL SOBERANA COMPAÑÍA DE LOYOLA
FUNDADOR DE LA ORDEN DE CABALLERÍA

San Ignacio Lazcano de Loyola fue en un principio un valiente militar, pero terminó convirtiéndose en un religioso español e importante líder, dedicándose siempre a servir a Dios y ayudar al prójimo más necesitado, fundando la Compañía de Jesús y siendo reconocido por basar cada momento de su vida en la fe cristiana. Al igual que San Ignacio, que  el Capitán General del Reino de Chile Don Martín Oñez de Loyola, del Hermano Don Martín Ignacio de Loyola Obispo del Río de la Plata, y de del Monseñor Dr Benito Lascano y Castillo, Don Carlos Gustavo  Lavado Ruiz y Roqué Lascano Militar Argentino, desciende de Don Lope García de Lazcano, y de Doña Sancha Yañez de Loyola.


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