martes, 16 de junio de 2009

BELGRANO: "HAY PATRIA MIA"
















20 de junio de 1820


Por S.E. Cab Don Andrés Mendieta OSIL



“La bandera argentina, blanca y celeste, creada por Belgrano, fue el primer símbolo popular de nuestra Patria y de nuestra Independencia. Fue la insignia de la libertad al frente del Ejército y en manos del pueblo. Fue la entrada de una nueva nación entre todas las naciones del mundo. Su historia es la historia de nuestros ideales, de nuestras luchas y de nuestros triunfos. Por ella combatieron nuestros grandes capitanes y por ella murieron nuestros héroes. Cuando ella nació, nació nuestra Patria. Su vida es nuestra vida y la de todos los argentinos que nos precedieron y que nos sucederán en su defensa y en su glorificación. Ella tiene en sí, para todos los argentinos, la inmortalidad”.


Con estos fragmentos tomados de un escrito que le corresponde a Enrique de Gandía, refiriéndose a la Bandera Nacional creada por Manuel Belgrano, muerto el 20 de junio de 1820, menciona reiteradamente la palabra “PATRIA”. Por su parte, el prócer -un adalid de la libertad y la nacionalidad- antes de morir y superando el dolor que le producía su enfermedad padecía aún más por el estado de anarquía que se vivía en Buenos Aires, cerró sus ojos exclamando:


“Si es necesaria mi vida para asegurar el orden público aquí está mi pecho: Quítenmela”… Y con un “¡Ay patria mía!”


A esa palabra “PATRIA”, como así el nombre de quienes forjaron la Argentina de hoy, no se las sienten mencionar a los políticos, a los legisladores ni menos aún a las autoridades gubernamentales en sus discursos. ¿Será por temor a la comparación o porqué ignoran el pasado argentino? ¿Será por tantos ejemplos que nos legaron los padres de la argentinidad que las actuales generaciones omiten recordarlos con la unción que ellos merecen? Dejo en ustedes esta inquietud, amigos lectores, cuya preocupación es también mía…


Decir Manuel Belgrano, es darle nombre a la veneración y gloria a la memoria. Es decir: PATRIA, HONOR Y LIBERTAD. Cualquier calificativo que se utilizase para definir la grandeza de don Manuel Joaquín del Corazón de Jesús Belgrano, nacido en Buenos Aires el 3 de junio de 1770, no alcanza a cubrir su magnitud. Fue uno de los cerebros más lúcidos, más prudentes, más reflexivos, más equilibrados y mejor informados que hubo en su tiempo en el Río de la Plata. Fue austero, dotado de una enorme capacidad de renunciamiento, con el estricto sentido del deber y de la disciplina. Amó la verdad apasionadamente, y su absoluta incapacidad para velar por si mismo le hizo morir pobre. No tenía medios económicos y las autoridades le negaban toda ayuda. Sólo los amigos le brindaron los socorros indispensables y esto no dejaba de atormentarle. Es el único argentino que trabajó dieciséis años antes de la Revolución y diez años después también por la Revolución. Resulta muy difícil ofrecer una síntesis de una vida tan rica de ejemplos de abnegación, sacrificio, patriotismo y consagración al trabajo sin pausa ni descanso. Belgrano, sin lugar a dudas, estaba preparado al calor de una enorme vocación de grandeza para acometer la empresa que, a todas luces, debía desembocar, ineludiblemente, en la ruptura de la dependencia colonial y en la autonomía política.

Licenciado en filosofía, bachiller en leyes de Valladolid, abogado en Salamanca, poseedor de idiomas, estudioso de economía política y derecho público; conocimientos que lo destacaron en la secretaría del Consulado de Buenos Aires. Luchó por la supresión del monopolio mercantil, por el comercio libre, por la instauración de conquistas técnicas en la agricultura, la navegación y la industria, encarnando intereses que no podían evolucionar por la asfixia impuesta desde la península. Propuso la creación de una escuela de Comercio, de una Escuela Náutica, de una compañía de seguros marítimos y terrestres y de una Escuela de Dibujo, en la que “se enseñaría geometría, arquitectura, perspectiva y toda clase de dibujo”. Estaba en contra del monopolio de Cádiz. Radicado en la capital del Virreinato publicó artículos donde reproducía sus pensamientos vinculados al comercio, la industria y la educación, donde envolvía una propaganda sediciosa y revolucionaria. También vertió su pasión por la patria libre en “El Telégrafo Mercantil, Rural, Político, Económico e Historiográfico del Río de la Plata”, en “Semanario de Agricultura y Comercio”, “Correo de Comercio de Buenos Aires” y en “La Gaceta de Buenos Aires”.

Muchos desconocen la trayectoria de Belgrano militar. La estimación obedecer al leer su autobiografía cuando dice: “Mis conocimientos militares eran muy cortos”. Su humildad lo hacía pensar así después de los desastres de Vilcapugio y Ayohuma. En 1797 el virrey Melo de Portugal lo designó Capitán de Milicias Urbanas de Infantería y, después de las invasiones inglesas, el virrey Sobremonte lo asimiló en Patricios con el grado de Sargento Mayor y, más tarde, Liniers lo convocó a su lado en caso de una “nueva invasión”. Sobre la pericia militar del prócer, no fue mezquina por parte de Cornelio Saavedra, cuando se refiere a los servicios prestados en el Regimiento de Patricios. En los primeros años del siglo XIX solamente los hermanos Antonio, Ramón y Marcos González Balcarce tenían una sólida formación especializada dado que, se dedicaron totalmente a las armas. Además cabe consignar que ninguno de los supuestos jefes criollos residentes en Buenos Aires tenían ni la sombra de los antecedentes militares de Belgrano. César Balbiani, Martín Rodríguez, Cornelio Saavedra, Francisco Antonio Ortiz de Ocampo, Domingo French, Eustaquio Díaz Vélez, en fin, eran todos pacíficos ciudadanos, dedicados a las más diversas actividades y despreocupados de la milicia, hasta setiembre u octubre de 1806, en que fueron designados capitanes, comandantes, tenientes, ayudantes. Para entonces, Belgrano había sido ascendido dos veces, y ostentaba el grado de teniente mayor”.
Además este prócer se preocupó “por conocer el arte militar, y ante el triste espectáculo de la falta de oficiales que advirtió con motivo de la invasión inglesa, en 1807, tomó un maestro para que le instruyera en las “evoluciones más precisas y le enseñase por principios el manejo del arma”.

Asimismo, fue un verdadero propulsor de la enseñanza. La instrucción la encaró con su propia tropa. Los soldados debían aprender las primeras letras y, como así, tomar conocimientos sobre las tareas rurales. Por sus triunfos en Tucumán y Salta la Asamblea General Constituyente del año XIII le otorgó un premio consistente en un valioso sable y la suma de cuarenta mil pesos en bienes del Estado. Una vez más puso en relieve sus sentimientos a favor de la Patria. Declinó el obsequio disponiendo que con dichos fondos se construyan cuatro escuelas en Tarija, Jujuy, Tucumán y Santiago del Estero. Con las rentas se pagaría a los maestros y para la compra de libros y útiles para los niños pobres.

Fue breve la vida de Belgrano así como no conoce límites su glorificación por la posterioridad. En 1819 estaba seriamente enfermo y cuando se encontraba en Santa Fe comenzó a decaer, para empeorar al encontrarse en el campamento cordobés de Cruz Alta días después. El gobernador de la provincia mediterránea, doctor Manuel Antonio de Castro, salteño, lo visitó con un médico, quien diagnosticó una hidropesía muy grave. Belgrano comprendió que debía radicarse en Tucumán, confiando en los beneficios de ese clima, pero un desdichado suceso apresuró el desenlace funesto que se preveía. Sus detractores dispusieron nada menos que Belgrano fuera engrillado, resolución a la que su médico, el doctor José Redhead se opuso resueltamente no sólo por lo que ello demostraba de arbitrario hacia quien nada tenía que ver con los hechos que se registraban, sino por el estado del ilustre patricio, cuyas piernas y brazos hinchados mal hubieran podido soportar el suplicio.

Decepcionado y físicamente destruido, regresó a Buenos Aires, llegando en marzo de 1820, después de un viaje tan dilatado como penoso, dejando de existir nada menos que el 20 de junio de 1820, el funesto Día de los Tres Gobernadores. Sus últimas palabras fueron: “¡Ay, Patria mía!”, y no otras hubiera podido pronunciar quien había vivido, luchando, sufrido y muerto por ella. Sus restos están en una urna que corona el sepulcro emplazado en el atrio de la Iglesia de Santo Domingo y su nombre está cincelado indeleblemente en nuestros anales.
Para concluir me despido con un vibrante ¡VIVA LA PATRIA! ¡VIVA MANUEL BELGRANO!

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