CLASE MAGISTRAL DEL PROF. RUBÉN ELBIO BATTIÓN
50º ANIV. INGRESO PROMOCION III LMGB SANTA FE. 17/03/00
En una visión posible del hombre primitivo, lo podemos imaginar aferrado a sus ojos, su fuerza y sus instintos; embalsamado en su piel y en sus necesidades de crecer, alimentarse, defenderse y multiplicarse; con bosques, intemperies y animales que acosen sus sentidos, los aplaste contra la piedra de su gruta, y filtre la oscuridad de sus sueños con el desamparo de su propia orfandad. Sería un tiempo medido por lluvias y soles, horizontal, simple, con péndulos que barajen las noches y los miedos; con la tierra inmóvil bajo sus pies ligeros y el eco de los truenos hiriendo su soledad desguarnecida. Hasta el instante en que el asombro toque sus párpados hacia el cielo de la noche, y el reguero de lágrimas del universo aprisione su corazón con la primera turbación de la tristeza. E impregnado con ese imán nocturno, despertaría el milagro de cerrar los ojos para asomarse al borde infinito de su alma.
Bien puede señalarse ese instante como la primera corriente metafísica del hombre; con esa mirada interior donde el tiempo de todas las generaciones posteriores iría tejiendo renovadas galaxias de misterios, de amor, alegrías, llantos, esperanzas, desconciertos, sabidurías y silencios.
Quizá allí también sintiera, como una ráfaga de luz, la presencia hermanada del hombre consigo mismo. Y transferido y multiplicado, se viese a sí mismo en los demás. Concluiría un ancho letargo de soledad; y a través del cielo interior descubriría que otro hombre lo miraba con la misma tensión humana; y que esa visión recíproca lo acercaba en la existencia común. Se habrían contemplado, entonces, bajo el cielo de una misma fragua nativa y sonriente; y un arco iris humano pondría su cimiento firme en la continuidad de sus cuerpos para erigirse en el refugio de sus fuerzas solidarias. ¿Para siempre?. No. Sólo como una alternativa adecuada y pasajera dentro de un espectro de luchas, pasiones, egoísmos, soberbias, vanidades. Pero al lado del dolor visceral y la profundidad del desconsuelo, la fe -humana y divina- siempre deja incólume un jardín interior de serenidad, de fuerza, de esperanza. También el hombre es fénix de sí mismo.
En su esencia asoman los relieves eternos de la brevedad humana, crecen los difíciles quilates de la humildad, nacen las verdaderas luces del valor, la justicia, la prudencia, la templanza, la honradez, el amor familiar, el sentido vital de la responsabilidad, el fragoroso volcán de la patria.
En el largo día de 24 horas, la suma total de los actos humanos, desde un simple gesto hasta sus decisiones trascendentes, marca la jerarquía real del hombre. Para su hija Mercedes, señalaba San Martín -tan absurdamente olvidado- : “humanizar el carácter y hacerlo sensible; inspirarla amor a la verdad y odio a la mentira; inspirarla una gran confianza y amistad pero uniendo el respeto; estimular la caridad con los pobres; respeto sobre la propiedad ajena; acostumbrarla a guardar un secreto; inspirarla sentimientos de indulgencia hacia todas las religiones; dulzura con los criados, pobres y viejos; que hable poco y lo preciso; amor al aseo y desprecio al lujo; amor por la patria y por la libertad”. Es todo una síntesis exquisita de un plan familiar y un programa de gobierno. Pero son consignas relegadas. Apenas flotan entre neblinas del pasado. Esto, que debiera ser viva actualidad más que un rescate de la historia, es la debilidad del olvido que se balancea entre la ingratitud y el perdón; entre la asfixia y el resuello. Es también un episodio que se sumerge en la condición humana. Pero, también, donde el alma buena puede exigir bondad, el alma justa demandar justicia, el alma noble reclamar comprensión, libertad y belleza. Porque al lado de una mecánica que acelera su pulso, su imaginación y su audacia, al lado de tanto átomo maltrecho en una velocidad espeluznante, el hombre sigue teniendo bajo sus ojos el mismo antiguo espejo de su alma que le muestra la hondura infinita de sus alegrías, sus desorientaciones, sus quimeras y sus angustias. Tiene las mismas luchas entre la tentación oscura y el honor brillante, entre el fuego divino y el barro primitivo, entre la caridad y el desamor.
Este planeta que congrega los hombres y que se dispersa en movimientos de rotación y traslación para ir hacia ninguna parte, aún mantiene países oscurecidos por múltiples penurias infrahumanas; existe una moderna esclavitud que avergüenza la historia milenaria; que cierra las iglesias para apagar la fe colectiva aunque la acrecienten en el silencio de cada alma. Pero del otro lado de ese horizonte amargo, la libertad existe, la juventud trabaja, juega y sonríe; sabe rezar y tiene amor por sus hijos y su prójimo; y tiene una tradición con héroes eternos que son ejemplos permanentes para todas las generaciones venideras; pueblos que saben conjugar el trabajo entre la necesidad y la vocación, entre la bendición y el sacrificio, con honradez y constancia. Porque nada se logra sin los quilates de una perseverancia fuerte y fecunda.
Nosotros, argentinos, tenemos las luces interiores de San Martín, Belgrano, Luís Piedrabuena, Florentino Ameghino, Alberdi, Ricardo Rojas, Bernardo Houssay, entre muchos otros. Ejemplos de patriotismo, de nobleza, de sana inteligencia, de tesonera voluntad, de fructífera dedicación a la patria, a la ciencia, a la humanidad, a las artes; que son ejemplos ciertos para el país y para el mundo.
Pero nuestro propio cauce también ha sufrido las instancias desdichadas de una rebeldía sin fraternidad, sin razón y sin destino. La guerrilla, con sus crímenes, hirió al país con un surco enrojecido de dolor; y su cura fue otro surco de lágrimas y luto. El corazón es testigo de un latido y de dos congojas. Irremediablemente. Mas las tormentas sólo cuentan con un reloj breve y cansado. Dentro del hombre y sus circunstancias, dentro del ser argentino, siempre hay un fénix que ha de surgir glorioso entre sus cenizas momentáneas. Las crisis siempre se superan con valor y con honor.
Un testigo cualquiera de nuestro calendario histórico puede señalar un ejemplo crítico: 1820. El día 20 de junio tiene un sello que se columpia entre el caos y la tristeza; entre un día con tres gobernadores porteños y un crespón en la alborada de la bandera. En el ocaso del otoño, detrás de la séptima campanada que inundaba de rubor sonoro el lento amanecer de Buenos Aires, un latido de silencio encogía el corazón argentino: moría Belgrano. Sus últimas palabras “ay, patria mía” aún laten en la emoción azul y blanca de su bandera. La ciudad sufría, entonces, el oleaje político de una incoherencia absurda. Los sables marcaban un péndulo fratricida. La pólvora inundaba los ojos y cegaba las mentes. Son pausas de la historia herida, que ha quedado atrás, como un sacrificio doloroso y fecundo.
Después de todas las crisis -nacionales, familiares- , después de un gran orgullo y un gran cansancio, volvemos a mirar el fondo de la patria y el cenit despejado de nuestro corazón. Y allí descubrimos nuevamente la eternidad del honor, de la honradez, de la humildad, de la justicia y del trabajo fecundo.
Allí volvemos a querer una familia sin sombras, a sentir una hermandad total y confiable, a lograr una paz que rece buenamente por nosotros. Pero la vida es una cadena de exigencias. Nada es graciable. Todos los minutos condicionan un problema, inquietan una decisión. Todos los actos demandan una justicia sin concesiones, una severidad sin dobleces.
Es la presencia de un honor permanente e inflexible. Mas también es parte de la vida tener cordialidad en las manos, generosidad en el corazón, comprensión en el alma. Y allá, en el cimiento más humano y más lindo, existe una aureola de fertilidad total: el amor. Allí tintinean vuestros padres y vuestros hijos, cada cónyuge, el Liceo Militar, vuestro trabajo ascendente.
Es la sonrisa que vence los días, que sosiega el cansancio, y que pone condecoraciones de paz en las arrugas de los años. Además, es un rocío de luna que esculpe la belleza que duerme en todo ser humano; como en este “Soneto de amor”, de F. Estrella Gutiérrez:
Ni carne ni cristal, un viento apenas,
un vuelo sobre el aire de la ola,
un estar sin estar, un alma sola,
herida y suspirante, entre azucenas.
La oscura noche con tu canto llenas,
eres llanto y gemido y aureola,
alba naciente y sombra de amapola
corriendo por el cauce de mis venas.
Todo cede a tus pies, todo renace,
me aferro a ti y el cielo se deshace
cuando creo tenerte y te he perdido.
Sueño y vigilia y gozo de la muerte,
vivir y no vivir, y comprenderte
cuando te tengo en mí, y ya te has ido.
En “El arte de amar”, Erich Fromm ha escrito, con profunda simplicidad, los objetivos del fervor humano: amar y realizar un trabajo fecundo; una síntesis sutil y perfecta del paso por la vida.
Con amor en el velamen de los días, en la quilla nocturna, en la plenitud de la aurora y en la lenta neblina del ocaso. Como un sentimiento constante que infunde savia a los años y ternura a los sueños; como sonrisa de cielo en los jardines interiores del alma. Pero que suele aferrarse al reloj con visos de eternidad; aunque a veces, ay, asoma, ilumina y se va.
Entonces el otoño llueve en el corazón, los almanaques se tiñen de nostalgias y la luna detiene el cielo con el pálido fulgor de una margarita deshojada y vencida. Y querer no es poder. Y la vieja primavera de Adán y Eva -y como en ellos perdida luego- suele ser la desazón cotidiana del estar humano.
Hay eclipses, mareas ondulantes, soles tibios y tormentas inhóspitas; vergeles aromados y páramos informes. Ay; es lo humano, tan complejo, difícil, inestable. El amor -o aún la amistad como una coordenada anexa- mueve los péndulos entre la esperanza y la decepción, la alegría y el llanto, el cenit y el nadir; como la fluctuación de las estaciones: verano o el calor y la luz; el otoño o el ocaso y la neblina; el invierno o el regreso a la espalda del tiempo y al camino de la historia, sin futuro, en la incandescencia del pasado; y la primavera o el reguero de las flores y el aroma del aire, la fuerza del retoño y la sonrisa de los capullos.
Pero el amor, ay, existe. Está ahí, en el otro y está aquí, en uno mismo; y hay una cadena de cielos que une los latidos y que necesita de un solo corazón para vivir.
Mas el hombre no es dueño de su libertad. Las circunstancias son fuerzas externas que presionan, inducen, tuercen los días, inclinan las noches, rasgan los mediodías. Y desde lejos, Dios sonríe
También al amor hay que cultivarlo. Y revelarlo sin pudores trasnochados, sin confiar en el silencio tácito de un sentimiento. Y para que no llegue la muerte y se diga con aluvial tardanza: olvidé confesarte que te quiero. Y traducirlo con acciones y palabras, así como las flores son presencias de belleza y beneficio de fragancias: todo. Aún para la amistad escolar, el compañerismo del empleo, la vecindad del hogar, etc. Y como fruto del respeto, la comprensión y la franqueza.
También vuestra presencia es un acto de amor. En cada alma tañe el Liceo y la adolescencia es como un eslabón feliz, fuerte y hondo. Porque detrás de los conocimientos adquiridos hay una sensibilidad especial que sostiene la vida y la perfuma, con la solidaridad amiga que las suelda y que es fortaleza contra los miedos y la alegría compartida en los éxitos escolares.
El Liceo Militar es a la vida como el limo fecundo de los ríos a la tierra que baña y engrandece. Para todos. Detrás de los hemisferios y las isobaras; detrás del debe y del haber, del compás y el logaritmo, hay un tiempo compartido, un tiempo sin reloj y con un péndulo cordial en los latidos del alma: el amor. Aunque no se confiese. Pero existe. Está allí, compartiendo la vida, llenando huecos, poniendo fuerza en las desazones, colores vivos en los grises indiferentes, y sembrando estrellas en la soledad enmohecida.
Y las palabras son semillas que sugieren sentimientos, que pretenden traducirlos, que iluminan y bendicen. La palabra, con más énfasis que la música y con más profundidad que los colores. Y como si el amor fuese una sed viva y anhelante, se lo presenta con una pátina de cierta nostalgia, distante, para encender las chispas desde lejos y mostrar el fuego como soles derretidos.
Los escritores tienen las herramientas adecuadas para que broten los aromas del alma; y lo hacen con el mismo dejo de melancolía con que la aurora anuncia la promoción de la luz, el trabajo y la mirada. Pero es sólo un recurso para llegar al fondo de la noria y extraer las aguas que calmen la sed de vivir y colmen la esperanza de ser feliz.
Ya en el siglo VI a.C., al este del mar Egeo, en una remota isla griega llamada Lesbos, una poetisa -Safo- escribía:
Pues entonces, cuando miro hacia ti fugazmente,
nada parece conveniente para hacer oír mi voz;
y la lengua se quiebra al guardar silencio,
y en el mismo instante un fuego sutil corre bajo mi piel,
y no veo nada con los ojos, y me zumban los oídos,
y un sudor frío me posee desde arriba hasta abajo,
y un temblor se apodera totalmente de mí,
y estoy más verdemente pálida que el pasto,
y parezco como si me faltara poco para morir...
Amor, más que una palabra, naturalmente, es un amplio yacimiento de beneficios, de emociones, de celestial espasmo y soleada espiga; es la otra dimensión de la cordialidad habitual y doméstica, porque está en la raíz del corazón, en su cimiento humano más lindo y aprisionante; con cada amador -al lado del otro- para comprenderlo; y sentir al otro y vivirlo con deleite.
Con el amor cada uno se entrega y abandona en el otro, placida y naturalmente. Y a su vez recibe al otro para inundar con cielo ese vacío aparente y primero. Y así forman las dos caras felices de una misma moneda esencial. Un troquel único, leal, fuerte, solidario; con el valor infinito de rodar los días compartiendo todo en la riente parábola de la vida.
Ese sentirse en el otro, y sentirse a la vez el otro; es decir, ser el otro y estar en él, transportarse; e incorporar el otro en uno, recibirlo, y sintetizar los dos en uno solo y ser y no ser el uno por el otro, es lo que el amor provoca y esculpe.
Estar en el otro y ser uno mismo: he aquí la exquisita paradoja del amor.
En el riesgo visceral de perderlo, algunos pensadores lo presentan como un lánguido clamor otoñal empañando la luna con una pátina turbada y descolorida; como si un miedo al milagro de vivir el amor confiriese el dolor subterráneo de perderlo. Y señalan la posible distancia desolada como una melancólica hipótesis que inhibe la identidad de un volcán único y feliz. Anticipan una pérdida para ver y valorar desde lejos; objetivamente, como una técnica retórica para narrar el infinito acople que conecta, fusiona y glorifica subjetivamente. Porque la esencial identidad se produce allá, en el azucarado vórtice del milagro humano: en su íntima raíz, en la veta interior de su médula vital.
Con el amor poético suele ocurrir lo que provoca la muerte humana: pone de relieve las virtudes del hombre que estuvieron veladas en la vida.
Habría que desarrollar el placer de gozar el amor más que el dolor de perderlo.
Por otra parte, filósofos del amor como Ortega y Gasset y Guitton, expresan que la palabra amor arrastra una confusa polisemia. También se ama a los padres, a los hijos, al perrito que abanica la cola cuando se lo acaricia, al canario que levanta los rulos del aire cuando juega con sus gorjeos, etc. Pero lo esencial es suscitarlo, insinuarlo, sugerirlo, despertarlo, sentirlo. Desde la pequeña nada al infinito total y feliz.
Por último, basta un solo mandamiento para llenar la vida: amaos los unos a los otros. Lo demás, es la greda que oculta su diamante.
Por otra parte, no hay dudas que un minuto es un tiempo escurridizo, fugaz, una respiración, o un par de latidos. Muy cerca de la nada, la mitad de un saludo. Basta señalarlo con el dedo para que el índice quede sin objetivo y todo desaparezca.
La hora tiene 60 minutos, y el día acapara ya un número importante: 1.440. Entre un día y un año, y todos los años que han rezado vuestro egreso de este Liceo Militar, anudamos millones de minutos. Media vida. Media vida casi construida sobre segmentos impalpables. Pero reales. En su totalidad, pesados, firmes, enhiestos. Con una historia fluctuante, heterogénea, diversificada, con minutos vacíos, fecundos, expectantes, alegres, conflictivos, felices, urticantes, plenos de amor o de arrepentimientos, de haber abierto una puerta clausurada por naturaleza o de no haber abierto la de la esperanza cierta, segura, libre.
Ha pasado media vida. ¿Coincidieron los sueños con las realidades? ¿Qué se hizo de aquella estatua que ustedes edificaron en la adolescencia para coronarla con laureles y amor? ¿Qué se hizo de las miradas que veían izar la bandera con un fondo de cielo y adornadas con nubes de sonrisas y esperanzas? ¿Aún resuena Aurora en la campana de vuestro corazón?
Ahora, detrás del espejo, los hijos recorren el eco de vuestros pasos: el estudio floreciente, el umbral del trabajo y los goznes rumorosos que se abren a la vida.
Todos ahora tienen nuevos minutos para enloquecer los relojes: expectativas, esfuerzos, ilusiones, injusticias, premios, decepciones, otoños y primaveras.
Hoy, ya: ¿Qué hacéis con vuestros tiempos? ¿Con los insignificantes minutos que suman la vida? ¿La condecoran con insinuaciones de arrugas y está florecida con fecundas experiencias?.
Cada minuto sirve para buscarlo y llenarlo con raíces de aromada verticalidad. Sirve para declarar la amistad sin la fijeza del almanaque; para un día cualquiera que justamente no sea el del cumpleaños; para entregar un obsequio sin la orden burocrática de un aniversario; para ejercer las tiernas solicitudes del hogar: “que pases un buen día”, o “¿Te fue bien en el trabajo o en la escuela?, o “Tengo siete sonrisas para entregarte esta semana”, o “quiero, hoy, evitarte alguna lágrima”.
Que el minuto pase de largo no es pecado; responde a su naturaleza; pero que el afecto siempre quede sobreentendido en el silencio o esculpido en los momentos mecánicamente tradicionales, es un sacrilegio. ¿O hay que esperar la muerte para confesar tardíamente el amor sostenido?.
Es esencial robar un minuto -que es nada- para fortalecer el afecto con la palabra dulce, el gesto franco, la mirada elocuente.
Por otra parte, la vejez llega. A ella estoy incorporado. Sin ningún espasmo de tormento, sin el temblor de ninguna pena. Es parte de la sabiduría natural comprender que la piedra es inmóvil y eterna, y lo humano es transitorio y volátil. Entraña la reducción del porvenir y genera, a la vez, una bocanada de ayer que lo hace plural y rico, vivo, propio y cercano. Allí están ustedes. Conmigo. Repicando las preguntas iniciales: “¿Tendremos un buen año?”. “¿Hallaré los medios para concitar la atención y el esfuerzo?”. Y la pregunta final: “¿Habré promovido un gramo de inteligencia?”. Arrodillado lo esperé siempre. Nunca lo sabré. Pero las esperanzas favorables siguen flotando en mi espíritu.
El Liceo Militar es, en principio, una atalaya constante en el panorama vital de cada Cadete. Fue construido pendularmente entre la razón y el músculo, en el entremés de la niñez y la juventud, sazonado con alegrías e insatisfacciones; con un ingreso infantil y un egreso rebosante de hombría cabal; con arrestos de obediencia y virtudes de mando; con la honra pujante en las raíces de la patria y la firme decisión de esculpir la vida cotidiana con méritos propios y esfuerzo continuado; con “Espíritu, Constancia y Firmeza con la Justicia por delante”.
El pasaje por el Liceo Militar es una noble condecoración que obtuvo cada Cadete por sus propios merecimientos. A nadie le asiste ninguna deuda personal. Todos son hijos dilectos de sus obras, por la paz y justicia de la patria. Por todos. Porque todos, también, constituyen la patria.
Amigos:
Estas palabras de brújulas inconexas concluyen con un pequeño cirio que está encendido en mi alma:
Señor: gracias por los dones recibidos.
Y para estos ex Cadetes, disponed vuestra Asistencia.
Por vuestra resignada atención, queda la constancia de mi gratitud.
Rubén Elbio Battión
Profesor de Matemática
Santa Fe, 17 de marzo de 2000.
Nota para el lector: “Espíritu, Constancia y Firmeza con la Justicia por delante” es el lema del LMGB y corresponden a palabras del Gral. Belgrano.
Prom XVI Liceo Militar General Belgrano