Ignacio
nace en 1491. España, con una mentalidad aún caballeresca, está completando la
reconquista de sus territorios y asegurando, al mismo tiempo, su unidad y el
triunfo de su fe. Los reyes (y el mismo Cristóbal Colón) se consideran
investidos de una misión divina. Muere en 1556, en medio del impulso de un
Renacimiento que ha logrado imponer una nueva concepción del hombre y de su
relación con Dios. Entre estas dos fechas se extiende la lenta evolución de una
persona que descubre de manera progresiva hacia qué forma de vida es conducido
«suavemente»: tiene una fuerza, venida de lo Alto, que lo hace pasar del
servicio de un rey al servicio de Dios, de Jerusalén a Roma, de los intereses
particulares a las tareas universales. Ignacio mismo revela el secreto de esta
fuerza interior: el nombre de «Jesús, Salvador de los hombres», expresado con
las tres letras IHS.
La personalidad de Ignacio
está hecha de contrastes cuya unidad se realiza gracias al equilibrio de la
acción. Rigor de la razón y gusto por las «cosas grandes»; firmeza y ternura;
«tan fijo y constante como un clavo muy bien clavado» y extrema flexibilidad
frente a las situaciones y a las personas; mirada siempre dirigida hacia lo más
universal y pasión casi escrupulosa por el detalle aparentemente ínfimo. El
teólogo jesuita Hugo Rahner afirmó que «no podemos hablar nunca correctamente
de Ignacio como no sea por oposiciones dialécticas»[1].
Confianza
en el tiempo presente
No obstante, parecen
imponerse algunos rasgos más importantes que marcan la unidad de la vida de
Ignacio. Estos contienen un mensaje para cuya comprensión nuestro tiempo posee
una especial capacidad.
Desde de su conversión,
durante los largos meses de convalecencia[2] en la casa paterna de Loyola,
Ignacio descubre «la diversidad de los espíritus que se agitaban» en él.
Ignacio busca el sentido de ese descubrimiento y extrae tres conclusiones para
la reforma de su vida y, sobre todo, para el compromiso definitivo al solo
servicio de Dios. Después aprende progresivamente no solo a practicar las
virtudes, sino, también, la «discreción para reglar y medir» tales virtudes.
Considerando los
acontecimientos, las situaciones y las personas, Ignacio se vuelve cada vez más
sensible a las «circunstancias», es decir, a todo aquello que explica el
nacimiento de las libertades, sus evoluciones, sus conflictos. Y, al mismo
tiempo, en la reacción de su ser percibe la fidelidad a la que está llamado. La
mirada de Ignacio interioriza continuamente el acontecimiento que está
viviendo: ¿de qué manera, bajo qué «espíritu», con qué alternancia se han dado
los hechos?
Cuando en 1539 quiere dar
un título al documento que da cuenta de la búsqueda común de la que había
salido la decisión del primer grupo de compañeros reunidos en torno a él de
hacer el voto de obediencia y de sellar así el nacimiento de una nueva orden religiosa,
Ignacio utiliza una palabra que le es habitual: «el modo de ordenarse la
Compañía». Lo importante no es que la compañía esté fundada, sino que lo haya
sido de manera tal que él pueda estar seguro de que es un fruto auténtico del
Espíritu. Se trata, por decirlo así, de una segunda lectura del acontecimiento,
a fin de reconocer su estabilidad y poder confiar ahora en todas sus
consecuencias.
La importancia del «modo»
es evidente sobre todo en los fragmentos de su Diario que han llegado hasta
nosotros. Ignacio nunca buscó escribir un «diario espiritual», pero sí quiso
apuntar cada día y casi cada hora las «mociones» que lo agitaban, en un sentido
o en otro, hasta descubrir con certeza cómo lo conducía Dios. Él busca
ininterrumpidamente reconocer la «moción», hasta la más ínfima y poco visible
que prepara la más clara o más compleja.
Tal fineza de análisis implica, sin duda, un límite, e Ignacio se deja arrastrar, a veces, a una búsqueda que parece obsesiva. También este es un rasgo de su temperamento, llevado hacia la interioridad de cada cosa, y hacia el silencio, más que hacia la expresión. Pero este es el secreto de su fuerza: allí donde se ha reconocido la acción del Espíritu, la acción humana puede desarrollarse con seguridad y, según una fórmula que el santo usa a menudo, él «no tendría ánimo de dudar de esto».
Para facilitar decisiones
claras y estables, acogiendo la gracia de Dios que trabaja en el corazón del
hombre, Ignacio propone sus Ejercicios. La palabra no
es suya: la toma en préstamo de una tradición espiritual que se remonta a los
orígenes del monacato, a los padres del desierto y a la cultura griega; pero la
pedagogía que da valor al ejercicio es completamente suya.
El ejercicio, claramente
libre en el curso de la jornada, determina un comienzo y un fin; hace aparecer,
de forma gradual y creciente, el modo en que la conciencia se ve movida,
agitada, orientada; crea el tiempo interior, generador de mociones, de ciclos,
de alternancias. Sin duda, el tiempo exterior, que apoya el ejercicio, sigue
existiendo, pero abre al tiempo de la conciencia, que, a través de una
progresiva interiorización, permite hacer que lo que antes eran tinieblas
accedan a la luz, formular lo no dicho, acoger fuerzas desconocidas que
construyen un ser nuevo.
Para el ejercicio, los
tiempos interiores aparecen en su sucesión, en su insistencia, en su
alternancia. Cada momento está situado en una historia, una historia hecha de
«pasos» de una situación espiritual a otra, de una «consolación» a una
«desolación» o, por el contrario, de una certeza que nace, se desvanece y
renace, a una certeza que, al final, se impone y se abre a una decisión
completamente afirmada «en Dios».
El ejercicio hace entrar en
una plenitud de vida porque, con la experiencia acogida y reconocida de estos
movimientos interiores y de su alternancia, todo se unifica y se torna en
fuerza. Así, Ignacio se acerca mucho al movimiento que atraviesa su tiempo. El
Renacimiento ha llevado a cabo una revolución al introducir el tiempo en el
seno mismo de la vida doméstica y al multiplicar los medios técnicos para
medirlo, poniéndolo al servicio de los navegantes por medio de aparatos que los
hacían más independientes de los astros. Ignacio aplica esta revolución a la
escucha de Dios por parte del hombre. En efecto, su referencia no es la
sucesión monástica de las horas canónicas, que marcaban el ritmo de la
naturaleza y del cosmos, sino la sucesión de momentos interiores en la historia
de una conciencia. El camino del ejercicio, lejos de apartar de la existencia
concreta e inmediata, supone, por el contrario, que se entra en ella por
completo, con una confianza ardiente en el tiempo presente que hay que recibir
y vivir.
Esta confianza en el tiempo
presente es una de las fuerzas más manifiestas del temperamento de Ignacio. Él
«mira» el mundo y a los hombres con atención, habitualmente en silencio, sin
juzgar, sino procurando ir más allá de lo que se dice y de lo que parece. Mirar
es la palabra que Ignacio utiliza con preferencia. Mirar el presente y, en el
presente, percibir el futuro posible: mirar, pero con el matiz que propone la
etimología de la palabra y que llena la mirada de una «admiración» contenida.
Mirar es para él percibir lo que se presenta, pero es también reflexionar,
valorar, dejarse interrogar; y es, más aún, orar. La palabra aparece sobre todo
cuando se trata de prepararse a una decisión, de valorar los pros y los
contras, de discernir los tiempos y los «pasos» que acabamos de recordar. Mirar
lo real sin miedo, pero también sin ilusionarse: mirarlo como lo mira Dios,
pero también, y al mismo tiempo, como lo miran los hombres.
Por eso Ignacio está
totalmente abierto a la vida y a las adaptaciones que esta impone. En las Constituciones
de la Compañía de Jesús (Const.) él repite continuamente que
es más «conveniente», más «útil», más «expediente» hacer una cosa, a menos que
las circunstancias lleven a preferir otra: la decisión permanece abierta para
acoger toda urgencia y toda nueva llamada, a condición de que el corazón esté
libre de todo «desorden», de todo apego o pasión que no tenga como regla y como
medida el amor exclusivo de Dios.
En Ignacio, esta plena
apertura a la vida está marcada por una experiencia que le da una profundidad
extraordinaria: la experiencia de la muerte. En Loyola, mientras los médicos y
cirujanos curaban sus heridas, Ignacio, como confiaría más tarde, se encontró
muy cerca del momento en que «se podía contar por muerto». Él relata también
cómo varias veces, durante una tempestad o en el curso «de una muy recia
enfermedad», estuvo a punto de morir. «En este tiempo, pensando en la muerte,
tenía tanta alegría y tanta consolación espiritual en haber de morir, que se
derretía todo en lágrimas; y esto vino a ser tan continuo, que muchas veces
dejaba de pensar en la muerte, por no tener tanto de aquella consolación» (Autobiografía [A],
n. 33).
La muerte no es una
experiencia de ruptura o una sombra arrojada sobre la existencia cotidiana,
sino una luz que esclarece el momento presente y contribuye a conferirle
una especie de absoluto. «Mirando y considerando cómo me hallaré el día del
juicio, pensar cómo entonces querría haber deliberado acerca la cosa presente;
y la regla que entonces querría haber tenido» (Ejercicios Espirituales [EE],
n. 187). Examinemos bien cada una de estas palabras: «cómo querría haber
deliberado», «regla que entonces querría haber tenido». En este nivel de la
verdad, la muerte es compañera de la vida como ordenadora de las elecciones
humanas que hay que hacer o confirmar.
No extraña, pues, que, en
la mirada que Ignacio dirige a los acontecimientos y a las personas, haya un
acogimiento y, al mismo tiempo, una distancia; una comunión y, al mismo tiempo,
un alejamiento. Él está presente, pero, al mismo tiempo, está lejos. Cuando
habla no es seguro que haya dicho todo y ni siquiera que haya dicho lo
esencial. A veces busca la palabra que ha de escribir; la encuentra, pero
enseguida la borra. Sabe que es escuchado, pero en lo que dice está siempre lo
no dicho, que hará nacer otro discurso, y que, en ese mismo momento, suscita ya
en aquellos que lo escuchan la sensación de que «el Padre» está fuera del su
alcance.
Así pues, la experiencia de
la muerte es continua. No la muerte física, o, más bien, esta muerte física,
sino en cuanto está presente en su signo permanente, que es la mortificación:
rechazo de todo aquello que, en el orden, aún es desorden; dominio de todos los
sentidos; ofrecimiento constantemente renovado para el «más» que asegura la
permanencia del impulso hacia lo mejor. Ignacio vive de esta «continua
mortificación» que se debe practicar «en todas cosas possibles», «apartando
quanto es posible de sí el amor de todas las criaturas, por ponerle en el
Criador dellas, a Él en todas amando y a todas en él conforme a la su santíssima
y divina voluntad» (Const. 288). Es este gesto de
«apartamiento» el que da a Ignacio su verdadera fisonomía: el amor a Dios no
disminuye el amor a las cosas creadas, sino que lo purifica de toda
complacencia humana; la muerte hace que la vida aparezca continuamente, en cada
decisión, en cada donación de sí, en cada palabra como en cada silencio.
La
unidad
Dios y las criaturas:
¿quedará así dividido el corazón entre dos llamamientos, entre dos amores? La
respuesta de Ignacio es fulgurante: Dios solo, pero todas las cosas en Dios. El
amor a Dios no admite compromiso alguno, pero no deroga «las otras cosas sobre
el haz de la tierra»: las integra en el movimiento de amor que proviene de Dios
y que retorna a Dios. Esta es la actitud —escribe Ignacio— de «aquellos que
divididos no están» y «que tienen fijos los dos ojos en lo celestial», al mismo
tiempo que están comprometidos en las obras humanas que requieren el empeño de
todas sus fuerzas.
«Cosa debida es al último
fin nuestro, y en sí suma e infinita bondad, que sea en todas las otras cosas
amado, y que a Él solo vaya todo el peso del amor nuestro»[3]. El mensaje esencial que Ignacio dirige
a nuestro tiempo se encuentra, tal vez, en la unión entre «criaturas» y «Él
solo». «Las criaturas» son todo el universo creado, en su complejidad y en la
fuerza de su seducción; pero «Él solo» es un absoluto que «no quiere le dejemos
de dar parte de nosotros».
Sabemos que este es el
camino que siguió Ignacio a lo largo de su vida. El P. Jerónimo Nadal, estrecho
colaborador y compañero del santo, nos ha dado testimonio de ello con una
fórmula que, si bien no es de Ignacio, expresa de forma decidida su ideal:
«Como contemplativo en la misma acción [in actione contemplativus],
sentía y contemplaba en todas las cosas, acciones y conversaciones la presencia
de Dios y el afecto por las cosas espirituales (algo que él solía explicar
diciendo que hay que encontrar a Dios en todas las cosas)»[4]. Pero, evidentemente, esta vida
espiritual era la expresión de un temperamento. Ignacio, que tenía inclinación
a los extremos, no podía amar a Dios sino de forma absoluta, pero se sentía
impulsado hacia las «grandes cosas», hacia la «conversación» con las personas,
hacia las relaciones con los demás (acción que él llama «tratar»). Él se vio
confirmado en este camino por la experiencia que hizo en Manresa, cuando,
después de muchos meses de oración y sufrimiento, todavía buscaba su propio
camino interior. Leemos en su Autobiografía, dictada a
Luís Gonçalves da Câmara[5]: «Y yendo así en sus devociones, se
sentó un poco con la cara hacia el río, el cual iba hondo. Y estando allí
sentado se le empezaron abrir los ojos del entendimiento; y no que viese alguna
visión, sino entendiendo y conociendo muchas cosas, tanto de cosas
espirituales, como de cosas de la fe y de letras; y esto con una ilustración
tan grande, que le parecían todas las cosas nuevas» (A 30). Una nota al margen,
agregada más tarde por el P. Luís Gonçalves, precisa que «le parescía como si
fuese otro hombre y tuviese otro intelecto, que tenía antes».
La luz que entonces le abre
los ojos produce diversos efectos, sobre los cuales regresan significativamente
tanto el testimonio de Ignacio como el de sus familiares. Ante todo, esa luz le
permite unificar sus experiencias anteriores. Tiene «mucha voluntad de ir
adelante en el servicio de Dios», pero esa voluntad no es ciega: Ignacio
abandona los «extremos» en que caía antes; en lugar de espantarse por las
«variedades» a través de las cuales debía pasar, las convierte en un camino de
apertura al Espíritu que actúa en él. Toda la variedad de eventos pasados se ve
transportada en un nuevo aliento. Esta iluminación transforma a un hombre
apasionado de Dios, pero violento y disperso, en un servidor «modesto y
humilde». Nadal, que está muy cerca de él, dice: «A partir de entonces comenzó
a brillar en su rostro no sé qué vivacidad y qué luz. A partir de entonces
adquirió una notable experiencia en las cosas espirituales y en el
discernimiento de los espíritus, una familiaridad habitual con Dios, con
Cristo, con la Virgen María y con los santos».
Nadal expresa de forma aún
más insistente un segundo efecto de la gracia recibida ese día: «A esta luz
comprendió y contempló los misterios de la fe y las cosas espirituales, como
también las relacionadas con las ciencias, y la verdad de cada cosa le parecía
presentada como nueva y de clara comprensión». La luz recibida se extiende a
todo el saber humano en una visión que Nadal define con un término extraño pero
sugerente: «como si hubiese recibido todo del Señor en una suerte de espíritu
arquitectónico de sabiduría». Esta visión que construye y organiza el mundo a
partir de las causas es similar al que Ignacio coloca como «Principio y
fundamento» de los Ejercicios: conocimiento
de las cosas en su fuente, en su origen, en su valor exacto, con una fe que reconoce
en cada realidad humana el orden divino.
Por último, a partir de
aquí Ignacio comienza resueltamente «a comunicar al prójimo las cosas del Señor
[…] como las recibía de Dios». Y esto no por una decisión más o menos brusca,
sino «encontrando por experiencia que, cuando comunicaba al prójimo las cosas
que Dios le regalaba, estas no disminuían en él, sino que crecían aún más». Es
un descubrimiento fundamental. La vocación «apostólica» de Ignacio se le impone
con la fuerza misma de un impulso interior que tiene en sí su propia prueba:
comunicar al prójimo «las cosas de Dios» es abrirse aún más a Dios mismo.
Ignacio ya ha encontrado lo
que él es. Es un hombre de acción cuyo fuerte dinamismo está sólidamente
unificado por el hecho de que el amor y las obras son un todo unitario: el amor
se manifiesta a través de las obras, y las obras suscitan sin cesar una
purificación que acrecienta el amor. Nadal habla a este respecto de un
«círculo» entre la acción y la oración. Ignacio lo expresa de manera más simple
utilizando una hermosa palabra hoy desvalorizada, pero a la cual podemos
restituir su valor: servía al Señor «siempre creciendo en devoción» o, como él
mismo explica, en la «facilidad de encontrar a Dios». La acción humana no es ya
un obstáculo, sino que se ha convertido en medio para progresar en la fidelidad
al Espíritu de Dios, que en cada momento conduce a la elección precisa, que,
inseparablemente, es la elección de actuar según Dios y tiene en cuenta toda la
situación humana.
Primero hemos procurado
distinguir en la mirada de Ignacio un acogimiento, una distancia, una comunión,
un desapego. Ahora debemos agregar que este es el fruto de una doble
profundidad. Cada «cosa creada» es captada al mismo tiempo en sí misma y en su
causa, en su plena verdad inmediata y en la fuerza divina que le confiere el
ser. Después de la iluminación de Manresa y de la toma de conciencia que esta
ha provocado en él, Ignacio aprehende con una sola mirada al Dios que es la
fuente de todo bien y el mundo que sale de sus manos creadoras. Con los años,
progresa en esta visión unificadora, contemplando cómo «todo nuestro bien
eterno sea en todas cosas criadas». La misma experiencia de fe le hace amar a
Dios de forma radical y única, y, al mismo tiempo, es decir, con el mismo amor,
amar al mundo en el que está presente y actúa la gloria de Dios.
De la gracia recibida por
Ignacio de «hallar a Dios en todas las cosas», Nadal dice: «Sentíamos
difundirse hasta nosotros no sé qué flujo de esta gracia». Es verdad que la
Compañía fundada por Ignacio contiene en su estructura fundamental el signo de
esta gracia; la obra a realizar en ella al servicio de los hombres se ve
directamente como el fin que se nos propone, y es esta misma obra la que
asegura la «gloria de Dios». Pero, en una perspectiva mucho más amplia, Ignacio
ha abierto un camino espiritual en el cual puede comprometerse no solo todo
cristiano, sino toda persona que tenga en sí el deseo de dar un sentido al
mundo en el que vive, sin correr el riesgo de arrebatarle su verdad.
La
Iglesia, lo universal
El mismo P. Nadal agrega
que Ignacio recibió en Manresa «un gran conocimiento y sentimientos muy vivos
de los misterios divinos y de la Iglesia».
Hugo Rahner ha puesto el
acento en la transfiguración obrada por Ignacio en su comportamiento: «Así
pues, Ignacio, de hombre puramente interior llega a ser un hombre apostólico.
[…] La imitación de Jesús […] se transforma en un “seguimiento” de Cristo
presente en la Iglesia militante. El reino de Cristo es la Iglesia, en la cual
se reúnen todos los demás misterios»[6]. Cristo se convierte para él en «el
Rey vivo y activo que no ha completado aún la misión que le fue confiada por el
Padre de conquistar el mundo entero».
Pero, incluso teniendo en
ese tiempo una mejor comprensión del misterio de la Iglesia, no es que Ignacio
haya descubierto la realidad de la Iglesia. Él la conoce, por así decirlo,
desde siempre. Por su nacimiento, por su educación, por las convicciones que se
expresan en su ambiente social y político, Ignacio pertenece a la Iglesia
católica y romana institucionalmente establecida. Él no pone en discusión el
carácter jerárquico, con la obediencia que de allí deriva, ni el poder temporal
que ella ejerce frente a los reyes y príncipes, a menudo en competencia con
ellos. Puede afirmar, sin contradecirse, que toda elección de vida o de estado
se sitúa «dentro de los límites de la Iglesia», aprobados por ella.
¿Por qué razón, con ocasión
de los votos de Montmartre de 1534, Ignacio y sus compañeros resuelven
remitirse al Papa para decidir su misión apostólica en el caso de que los
acontecimientos les impidan realizar sus propios proyectos? No hay documento
alguno que informe con precisión acerca de las razones de esta apelación a la
autoridad del Papa, tanto más sorprendente en aquellos años, cuando el papado,
comprometido en numerosas intrigas y escándalos y todavía debilitado por el
reciente saco de Roma, no gozaba de gran crédito. Pero sabemos que, en 1538,
cuando Ignacio y sus compañeros, para cumplir los votos pronunciados en
Montmartre, hacen efectiva al Papa la «oblación» de sí mismos, indican
claramente el motivo que los anima: el Papa es «el Señor de toda la mies de Cristo»,
que tiene «mayor conocimiento de lo que conviene al universo cristiano».


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