La Orden de Loyola al Colegio de Colegio de la Inmaculada Concepción de Santa Fe
En reconocimiento a su trayectoria 1610 - 2010
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Nuestra Señora de los Milagros. El Tesoro de los Jesuitas de Santa Fe
Conquistadores de almas, para mayor gloria de Dios, los jesuitas conforman uno de los capítulos más importantes de la historia de América desde el descubrimiento hasta nuestros días. Dejando un poco de lado la mística intemporal contemplativa, Ignacio de Loyola distribuye sus hombres por el mundo, forjando la historia de cada lugar, día a día, con una especial disposición y adaptación al medio en que debe actuar, y con un gran respeto por las culturas que deben conquistar solamente para el Reino de Dios y que deben introducir en el camino de la luz
La conquista y colonización de América se caracteriza desde el segundo viaje de Colón por ser uno de los pasajes más desparejos de la historia moderna. Mezcla de conquistadores y piratas, de civilizados políticos y bucaneros, de ladrones de fortunas y exploradores científicos; los hombres que llegaron a América se despliegan por el continente, desde los primeros momentos, con la presencia de sacerdotes de la Iglesia Católica, que comparten todas las vicisitudes de la empresa, e incluso fiscales permanentes, mediadores y defensores de los naturales de la tierra.
A medida que la conquista va avanzando hacia el sur del continente, son menores las posibilidades de riquezas que se le presentan a los conquistadores y mayores los sufrimientos. Aparentemente las leyendas de fortunas increíbles eran espejismos de su sed aventurera, y aparece la pobreza que se va acentuando a medida que se agotan las reservas mineras de la más austral de las ciudades preciosas: Potosí
A partir de allí, la existencia de los asentamientos estará sujeta a una política generadora de riquezas que permita subsistir a los nuevos y viejos americanos, y a los países europeos dominantes que a su vez están trenzados en interminables guerras internas y externas que irán conformando con el paso tiempo, el actual mapa político de occidente.
La Compañía de Jesús, una de las órdenes más nuevas de la iglesia, antes del Concilio de Trento, es convocada masivamente por el gobierno de España para consolidar los asentamientos coloniales en América; pero sus hombres vienen con una preparación más trascendente: integrarse a la cultura de los nuevos pueblos para consolidar la fe a partir de las enseñanzas de la iglesia de Roma, fundada por Cristo como piedra basal del camino hacia Dios.
Santa Fe de la Veracruz, fundación aparentemente insignificante en el aspecto colonial americano, adquiere rápidamente una gran importancia estratégica en el comercio de ultramar, por los dos caminos que bajan desde el norte; el del Inca desde el rico Perú y el del nordeste desde Asunción hacia el estuario del Plata, lugar de conflictos permanentes con las coronas europeas que llegan tarde a la conquista pero que se dedican a la piratería oficializada.
Los jesuitas, con una política mucho más moderna que las de las potencias coloniales y una cohesión absoluta entre sus filas, cumplen rápidamente con su cometido de consolidación de los asentamientos y forman en nombre de Dios verdaderas hazañas civilizadoras, transformando lo estéril en fructífero, generando riquezas donde no existían a flor de tierra
Formaron un orden político tan importante que fue generando miedos en las débiles mentes políticas de la época, que no se conformaron con la hegemonía económica sino que quisieron avasallar la intemporalidad de la fe, prendida para siempre en las almas americanas. Así, en 1767 son expulsados los jesuitas de sus asentamientos, pudiéndose llevar solamente lo puesto, en un operativo único en la historia de las órdenes religiosas.
En estas colonias del sur, donde las riquezas se veían sólo pasar rumbo a España y donde los tesoros eran leyendas contadas en una sombra siestera, la expulsión repentina de los jesuitas derramó entre los habitantes la duda del lugar en que estaría guardado el tesoro de la Compañía. Estos pobladores del sur acostumbrados a una vida sencilla y hasta indigente, perseguidos por inundaciones, malones y mosquitos, comenzaron a soñar con custodias cubiertas de esmeraldas, con altares de oro y plata e imágenes de maderas preciosas, acumuladas por los mismos jesuitas que tiempo atrás no daban abasto a tapar las goteras del techo de su iglesia, y cultivaban un huerto para ayudarse a subsistir.
La leyenda del tesoro de los jesuitas trascendió los mares y después que durante mucho tiempo el gobierno y hasta el pueblo buscaron minuciosamente el tesoro; comenzaron a llegar especialistas, para buscar la perdida Troya, como espejismo fastuoso de un botín increíble.
Actualmente, a casi cuatro siglos de la llegada de los primeros jesuitas a Santa Fe, después de que miles de almas han pasado por sus claustros y por su templo, después de haber escuchado infinitas veces las encendidas palabras de sus prédicas, los santafesinos nos seguimos preguntando por el destino de ese fabuloso tesoro.
El 9 de mayo de 1636, Dios le regaló a Santa Fe una de sus joyas más preciadas: un milagro, una imagen de Nuestra Señora la Virgen que enriqueció a todos, generación tras generación, y sin embargo hay quien se pregunta todavía: ¿dónde está el tesoro de los jesuitas...?
El Milagro de Santa Fe
El sol ya tomaba distancia del horizonte de islas en la fresca mañana de otoño, iluminando el humilde caserío asentado a orillas del río de los Quiloazas. Era el 9 de mayo de 1636 y la pequeña Santa Fe iniciaba un nuevo día de arduas tareas, en aquel sitio elegido por el fundador Garay sesenta y tres años atrás. Nada era fácil en el agreste lugar pero era la tierra que aquel medio millar de hombres y mujeres habían elegido para amar, luchar, criar sus hijos y envejecer
Como todos los días, a esa hora de la mañana, concluían las misas y los santafesinos se dirigían rumbo a sus labores cotidianas. En el templo de la Compañía de Jesús, edificado sobre uno de los costados de la Plaza Mayor desde 1610, un sacerdote oraba arrodillado frente a un altar lateral; sobre el mismo, coloca-do a modo de retablo, se destacaba un lienzo pintado con la imagen de la Virgen Inmaculada. El Padre Pedro de Helgueta, rector del incipiente colegio que ya funcionaba junto al templo, levantó su vista para contemplar el cuadro y fortalecer su espíritu con la visión de aquella hermosa Señora de mi-rada dulce y rosado rostro. En un momento los ojos del sacerdote adquirieron una expresión diferente, su mansa contemplación fue tornándose en duda y, luego, en asombro ante lo que veían.
En la imagen de la Virgen se deslizaban algunas gotas de agua. "La humedad del ambiente" pensó el sacerdote mientras se incorporaba para acercarse un poco más, ya que la luz de la mañana, que entraba por las escasas aberturas, y el resplandor de algunas velas no parecían suficientes para apreciar mejor lo que deseaba. Lo que pudo ser entonces era algo más que una simple humedad: de la mitad de la pintura hacia abajo, aproximadamente desde la cintura de la imagen, brotaban gotas de agua a modo de sudor que se unían formando hilos, los que descendían serpenteando por la superficie de la pintura y finalmente goteaban mojando la mesa del altar. El padre Helgueta humedeció su paño con aquel líquido y comprobó que continuaba brotando como un milagroso manantial.
Al ver el asombro del sacerdote, ya convertido en entusiasmo, se acercaron varias personas aún presentes en el templo. Poco después ya estaban junto al cuadro los demás jesuitas que servían en la iglesia y el colegio. El número de los testigos fue creciendo tanto como el tenor de las exclamaciones y comentarios que despertaba el fenómeno en todos. Muchos se persignaban y algunos daban gracias a Dios por aquello que no podía ser otra cosa que un prodigio divino.
Mensajeros cruzaron rápidamente la plaza y dieron aviso a las autoridades de la ciudad. A los pocos minutos se presentaron en el templo el cura Hernando Arias de Mansilla, vicario y juez eclesiástico de Santa Fe; el teniente de gobernador y justicia mayor don Alonso Fernández Montiel, el General don Juan de Garay hijo del fundador y otros vecinos destacados. Mientras todos compartían la emoción y el desconcierto del momento, el padre Helgueta tuvo la serenidad suficiente como para pensar en las consecuencias posteriores de lo que estaban viento y solicitó el asentamiento del suceso en actas. Así fue llamado el escribano del rey don Juan López de Mendoza quien, al llegar al templo, comprobó personal mente todo cuanto le habían anticipado.
Mientras tanto, en medio de los constantes clamores del ya nutrido grupo, el vicario Arias de Mansilla subió a un banco y, con sus propios dedos, tocó la tela del cuadro procurando contener los hilos de agua que descendían por toda la parte inferior. El líquido no se detenía sino que, por lo contrario, continuaba manando copiosamente y los finos cursos de agua sólo cambiaban de dirección al contacto con la mano, para luego proseguir su descenso. Viendo esto el padre Helgueta y otros trajeron algodones y se los alcanzaron presurosos al padre Arias de Mansilla, quien los empapó apoyándolos sobre la tela mojada. Por casi una hora el cura vicario repitió la operación comprobando que, tras secar alguna parte, volvía a brotar agua una y otra vez. Los algodones fueron repartidos entre los numerosos fieles presentes, quienes los solicitaban para atesorarlos como reliquias.
Se ordenó el repique de campanas para convocar a todos los que aún podrían permanecer ajenos al acontecimiento y, así, se acercaron hombres, mujeres y niños de la más diversa condición: europeos y americanos; civiles, eclesiásticos y militares; hombres libres, indios, encomendados y esclavos negros.
El escribano del rey, dispuesto a cumplir con su tarea, se instaló frente a una mesa colocada en las inmediaciones y asentó todo lo presenciado por él en un acta, documento que hizo rubricar por el teniente de gobernador y los testigos civiles importantes. Por su parte, el cura vicario labró también su propia acta como máxima autoridad eclesiástica presente.
Algo más de una hora después de su descubrimiento el sudor milagroso cesaba tan misteriosamente como había aparecido, dejando en todos aquellos santafesinos el recuerdo emocionado y el privilegio de haber sido testigo de un signo divino.
Hasta aquí, los hechos tal como fueron descriptos en los documentos confeccionados aquel día; sin embargo, no todo habría de concluir allí. En las semanas, meses y años posteriores el milagro del 9 de mayo se renovó a través de numerosas curaciones de enfermos graves muchos de ellos con dolencias de carácter irreversible que sanaron al encomendarse a la Virgen santafesina o al sólo contacto con alguno de los algodones tocados por el sudor. De este modo el milagro adquirió su pleno significado como símbolo anticipador de la salvación final de todos los hombres.
En diciembre del mismo año las máximas autoridades de la diócesis de Buenos Aires, de la que dependía Santa Fe en la época, reconocerán el suceso como un auténtico "milagro" ya que, según los requisitos establecidos por la Iglesia Católica, se contaba con suficientes testimonios probatorios del extraordinario hecho, como las actas labradas, la calidad y cantidad de los testigos y las reliquias conservadas por la gente. El sudor del 9 de mayo se constituirá así en el único acontecimiento de la historia religiosa santafesina en recibir tal calificación por parte de la Iglesia.
En todo el período hispano la devoción por la Virgen Maria en Santa Fe era extraordinaria. Las imágenes de Nuestra Señora de los Milagros, Ntra. Sra. de las Mercedes, Ntra. Sra. de los Dolores o la Inmaculada Concepción del templo franciscano convocaban masiva-mente al pueblo, e incluso, Itatí y Luján ya recibían la adhesión de santafesinos que peregrinaban hasta sus templos. En la ciudad los festejos conmemorativos, consistían en misas cantadas, novenas, procesiones y otras celebraciones callejeras. Por las noches eran iluminados los frentes de los templos, conventos, del Cabildo y de casas particulares. Por su parte el gobierno de la ciudad disponía la limpieza o arreglos de las calles y solicitaba la realización de rogativas u oraciones públicas de los fieles, pidiendo por la superación de las carencias y peligros que afectaban a la comunidad.
En Europa, en América y en particular en Santa Fe el pueblo solicitaba a Maria su protección maternal para enfrentar a enemigos naturales como la enfermedad, la sequía, la langosta o la inundación.
Los fieles congregados en torno de Ntra. Sra. de los Milagros no sólo se esmeraban en favorecer el culto a la imagen mediante novenas o procesiones sino que, además, canalizaban la participación popular a través de representaciones dramáticas, fuegos de artificio y desfiles con carrozas o estandartes. Además se llevaban a cabo obras de apostolado y de caridad: semanalmente los devotos visitaban hogares, hospitales y cárceles, auxiliando con su labor a médicos y sacerdotes; ocupándose de llevar cuidado y asistencia espiritual a indios y esclavos negros, los más necesitados de afecto y protección.
Entre 1767 y 1862 el culto de la Virgen de los Milagros se verá afectado por la expulsión y larga ausencia de los padres jesuitas. Por varios anos el templo permaneció cerrado y la imagen sustraída a la veneración popular mientras que, otro lapso, fue trasladada a la Catedral donde ocupó un sitio de escasa relevancia.
Con el regreso de la Compañía de Jesús en 1862, y la reapertura del templo y colegio santafesino bajo el nombre de la Inmaculada Concepción la imagen retornará a manos de sus poseedores originales y recobrará su arraigo popular, el que se acrecentará hasta el momento culminante del 9 de mayo de 1936, cuando será coronada en el marco de imponentes festejos populares. En aquella ocasión, a los 300 años del milagro, la ciudad toda se movilizó y una muchedumbre de miles de fieles se volcó a la plaza 25 de Mayo: santafesinos, peregrinos de otras provincias y hasta de naciones vecinas. Hombres y mujeres llegados de Buenos Aires, Rosario, Córdoba, Paraná o Montevideo; así como los más altos representantes del gobierno y del clero nacional se hicieron presentes. El cuadro de la Virgen fue sacado de su templo y expuesto en la plaza, donde se procedió a su coronación en medio de una cerrada ovación, mientras los edificios públicos cercanos encendían sus luces y una escuadrilla de aviones rendía su homenaje desde el aire. Era como una reivindicación histórica que el pueblo brindaba a su madre por haberlo acompañado a lo tres siglos de difícil existencia.
En el Santa Fe de nuestros días son los ex alumnos del colegio quienes particularmente mantienen viva su presencia en la comunidad, asistiendo a su culto o apoyando las instituciones bajo su nombre. También llega la imagen a barrios carenciados como los de San Agustín y Alto Verde, donde la Compañía de Jesús desarrolla su actividad misionera y pastoral; mientras que miembros de la Congregación Mariana y alumnos del Colegio Inmaculada realizan, siempre bajo su mirada tutelar visitas a hospitales, asilos y hogares. Al igual que antes, los fieles reunidos en su nombre continúan llevando la asistencia espiritual y material a los necesitados.
Hoy como ayer la Virgen de Milagros acompaña la vida, los sufrimientos y las esperanzas de la comunidad santafesina, desde aquellos lejanos días en el paraje de Cayastá hasta la ciudad actual. Su imagen nació en nuestra tierra, es auténticamente santafesina y desde aquellos primeros tiempos quiso brindar su material protección en los momentos más difíciles. Hace 350 años no dejó de sudar hasta que todo el pueblo se reunió a sus pies para contemplar tal maravilla. Hoy nos convoca nuevamente como una madre que llama sus hijos, para recordarnos que aún sigue junto a nosotros, amándonos.
M.A.
Copyright o Fuente de Descripción
El Litoral. La Comarca y el Mundo. Santa Fe, sábado 10 de mayo de 1986.
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