sábado, 10 de septiembre de 2011

La tierra española vio un «caballero», vasco de nacimiento, de joven montó un corcel. El caballero se llamó Iñigo de Loyola. Él fundó contra la Corte de Lucifer no exterminada, la hasta hoy existente «Compañía de Jesús».

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La tierra española vio un «caballero», vasco de nacimiento, sobre el que debo meditar. Este no perteneció a la corte de Lucifer. De joven montó un corcel. En años posteriores prefirió una mula, porque también Jesus de Nazareth, el «Rey» judío, entró a la ciudad de David sobre una burra. El caballero se llamó Iñigo de Loyola. El fundo contra la Corte de Lucifer no exterminada, la hasta hoy existente «Compañía de Jesús»...

En la época en que Don Quijote cabalgaba sobre el lomo de su Rocinante por el país español, el paje Iñigo de Loyola debía, arrodillado junto a la mesa, alcanzarle la copa a la reina española Germana, esposa de Fernando el Católico; ponerle el manto al salir e ir alumbrándole el camino con una vela. Germana, princesa francesa de Foix. (Los condes de Foix en línea directa se habían extinguido, y el rey francés le había otorgado el título de Foix a una familia feudal del norte de Francia.) Y era la segunda esposa del enviudado Fernando. A la primera se le había cubierto, de acuerdo con su último deseo, en una basta casulla franciscana y sepultada sin solemnidad.

Apenas había pasado un año cuando Germana se encontraba en Valencia con una flota de treinta barcos cargados de vestidos, zapatos, sombreros, lencería, perfumes y cosméticos. «Exclusivamente para ella, se hacía llegar de Sevilla los más raros pescados, aves, frutas, especias y vinos.

En la corte y en las casas de los grandes, un banquete seguía a otro, por lo que constantemente eran devoradas enormes cantidades de comestibles; más de una vez sucedía que los comensales murieron por exceso de comidas y bebidas.»

Sólo una figura permaneció por encima de esta frenética práctica en la corte de la nueva reina y se destacó en este punto como un testigo solitario del austero espíritu antiguo. Se trataba del enjuto monje Francisco Jiménez de Cisneros, primado de España, Gran Inquisidor y Canciller real...

El paje Iñigo de Loyola sólo contaba entonces catorce años de edad. Rodeado de un ambiente de desmesurada ambición, los primeros arrebatos amorosos del muchacho en pleno desarrollo físico se dirigieron hacia la reina. De este modo, para é el amor pasó a tener la misma significación que su solicitud en el servicio cortesano; asoció sus fantasias sobre la mujer con el vano anhelo de lucirse ante la soberana y conseguir ganar su favor.

Cuando logro ser nombrado caballero y, de acuerdo con la costumbre generalizada, debió elegir una «dama de su corazón», escogió para ello a la reina. En las fiestas y torneos lució los colores de ella, y la máxima retribución que hubiese podido esperar era un pañuelo de encajes lanzado por su mano al vencedor en el picadero. Ahora, cuando se encontraban, él tenía sumo cuidado en no quitarse la gorra, ya que de acuerdo con las formas del servicio de trova (Minne), esta infracción contra el ceremonial era considerada como la adoración más desconcertante. Por consiguiente, su amor brotó menos de una pasión real sensual, cuanto mucho más de una frívola ambición por hacerse resaltar ante la mujer suprema y así es como comprendió que tenía que enlazar esta adoración romántica a una «dama del corazón», inalcanzable con el menosprecio total al respeto a aquella mujer que lo hacía víctima de sus extravíos. Así, pues, Iñigo, tal como los demás caballeros jóvenes de su épo-ca, se enredo en dudosas aventuras y se dio a la caza de los más vulgares placeres carnales. Cuán poco desfalcada como adolescente por su pureza de carácter, se infiere de sus propias confesiones. Muchas décadas más tarde, siendo ya general de la orden de los jesuitas, le conto arrepentido a uno de sus cofrades, que en sus años mozos, siendo caballero, cometió un robo sin avergonzarse y luego fue testigo de cómo fue castigado un inocente por culpa de lo que él había hecho. Por aquel tiempo en que Iñigo estaba en la corte real española, los caballeros habían sufrido menoscabo, en el centro de una vida ociosa a la sombra del soberano, en su valentía varonil y en la orgullosa dignidad de sus ancestros. Es lo que también ocurrió con el joven noble de Loyola, en gusto al desafío de los valientes antepasados decayó y se rebajó a una barata alegría por toda clase de granujadas contra indefensos ciudadanos y ciudadanas. Todos estos caballeros jóvenes eran bruscos y arro-gantes cuando tenían que tratar con subalternos y de sumisión belicosa contra soberanos y favoritos, pero, entre ellos, de una ridícula cortesía ceremoniosa.

De este frívolo modo de vida y de estos mezquinos ideales de Iñigo, se origino una formación totalmente unilateral y superficial. Aunque bien había aprendido a leer, sus lecturas, empero, eran sólo aquellas novelas de caballería e historias de encantamientos que por aquellos años en todas partes provocaban entusiasmo.

Aún no había pasado mucho tiempo desde la invención del arte de la imprenta y esta gran conquista sirvió primero casi sólo para que en todas las capas y clases se popularizaran las novelas de caballería. Era aquella época de la que pronto saldrían la grandiosa parodia de Cervantes, el «Don Quijote».

También Iñigo permanecía sumido noches enteras en el «Tirant Lo Blanch», de Juan Martorell, y en «El desgraciado caballero de Montalbán»; pero la mayor impresión se la produjo el libro de aventuras del «Caballero de la espada verde», Amadís de Gaula. las maravillosas acciones de este héroe dejaron sin aliento por aquellos años a toda España y también arrebató completamente el interés de Iñigo.

El joven caballero pasaba sus días con ejercicios militares ligeros, con cacerías, jugueteos galantes, despilfarrando en comilonas y en brutales camorras. Un documento oficial de aquel tiempo, la solicitud del corregidor de Guipúzcoa al juzgado episcopal en Pamplona del año 1515, no ha con¬servado la imagen del caballero Iñigo de Loyola. Audaz y provocador, en almilla de cuero y armadura, armado de dagas y pistola, la larga cabellera ondeando hacia delante bajo el pequeño gorro aterciopelado de caballero, de esta guisa se le describe en este documento; pero a su carácter el juez lo califica como «astuto, violento y vengativo...»

He repetido en forma extractada la evolución de Loyola, según el libro de René Fülop Miller: «Poder y secreto de los jesuitas». No es necesario dar a conocer como Iñigo cayó muy pronto en desgracia a causa de unas habladurías cortesanas, debiendo abandonar la corte real.

—Pasaron los años—. «Cierta noche Iñigo se levantó de su lecho, se arrodilló ante la imagen de la Madre de Dios en el rincón de la habitación y prometía solemnemente, en adelante, ponerse al servido como fiel soldado bajo la real bandera de Cristo (mejor debiera decirse de "Jesus"). Al decidirse a renunciar a la gloria terrena!, de este modo empleaba no sólo su "conversión" como también cada uno de los intentos siguientes para lograr una nueva conducta de vida enteramente bajo la influencia de las ideas caballerescas. Igual que un cruzado acompañó hasta la primera estación a sus hermanos, criados y al resto de su servicio doméstico. Allí monto sobre su mula y partió hacia la sierra de Montserrat.

En el camino encontró a un morisco, un árabe bautizado, y entablaron un diálogo sobre la Virgen María. El moro se declaro partidario de la creencia de la virginal concepción de la Madre de Dios, pero impugnaba que esta virginidad de María también permaneciera después del nacimiento de Cristo. Iñigo sintió este punto de vista como una injuria a su nueva «dama de corazón», y de acuerdo con la manera caballeresca increpó al morisco con palabras airadas. Este presintió una calamidad y cabalgó precipitadamente para escapar de allí, mientras Iñigo meditaba si no sería su deber ir tras el blasfemo y darle muerte. No fue ni su conciencia ni sus sentimientos más íntimos los que hicieron darfin a sus dudas.

Siguiendo una vieja superstición latifundista, confió la decisión más a una "señal" exterior, en este caso a la voluntad de su mula. La libera de las riendas, y solamente el hecho de que el animal rehusó a ir a la retaguardia del morisco, tuvo que agradecer este pagano bautizado el salvar su vida. Así comenzó Iñigo su servicio como «paladín del reino celestial» con una acción totalmente consagrada por el uso en el espíritu de la caballería profana, y de forma semejante se llevó a cabo también su espiritual "ordenación como caballero". Para tal efecto, había elegido Montserrat, el lugar del legendario castillo del Grial. Después de cambiar su vestimenta con un pordiosero. Cumplió "guardio nocturna" ante la imagen de la Madre de Dios en Montserrat, exactamente tal como se describe la ceremonia de este tipo en el libro "Amadís de Gaula" (esa famosa novela de caballería española). A la mafiana siguiente bajó de la sierra caminando solemnemente, vestido con el nuevo ropaje de caballero combatiente de Dios, una miserable túnica de pordiosero, un calabacín y un bordón, para marchar como soldado a la conquista del reino celestial. Orienta sus pasos hacia la localidad de Manresa y se detuvo allí en una húmeda cueva a los pies de una roca como sitio de estancia donde se sometió desde esa vez en adelante, a los más severos ejercicios de penitencia.

Siete horas diarias rezaba arrodillado, y el corto tiem po que dormía lo hacía sobre el suelo húmedo, con una piedra o un trozo de madera como almohada. Frecuentemente ayunaba a lo largo de tres o cuatro días, y si algo comía eran los más duros y negros mendrugos de pan o un poco de verduras que previamente espolvoreaba con cenizas que las hacían aún más desagradables. A pesar de todo, no le fue posible lograr ser considerado por los pordioseros como su igual; estos se mofaban de él todavía más cuando andaba entre ellos en una andrajosa casulla, el saco de pan sobre un hombro y un gran rosario rodeándole el cuello. Los golfillos lo señalaban con el dedo, se reían de él y lo llamaban burlándose "padre del saco".

Diariamente se flagelaba violentamente, no poças veces se magullaba el pecho con una piedra, y una vez se castigo tanto que tuvo que ser llevado gravemente enfermo e inconsciente a casa de una bienhechora. Los médicos hechos venir lo desahuciaron, y ya pedían algunas mujeres devotas a la dueña de la casa algunas prendas de la vestimenta de Iñigo como reliquias. Esta quiso satisfacer esos deseos y abría el armario de Iñigo para buscar las ropas del supuesto muerto; de inmediato, retrocedía espantada; en el armario colgaban limpios y corridamente ordenados, los instrumentos de mortificación más temibles: cinturones de flagelación de alambre trenzado, cadenas pesadas, ropa interior con clavos yuxtapuestos en forma de cruz y una prenda entretejida de pinchos de acero. [Todo esto portaba Iñigo sobre su cuerpo!»

Ya que el libro de Fülop Miller, del que entresaco estas apreciaciones sobre la vida y obra de Loyola, de conformidad con una conversación del conocido padre jesuita Friedrich Muckermann, es «de unos rasgos característicos entretejidos de la más alta consideración», y debido a que la Orden de los Jesuitas «debe estar contenta de esta exposición», yo puedo seguir narrando: «Sobre la escalera de la iglesia de Manresa, Iñigo creyó percibir una luz de lo alto que le indicaba como Dios habría creado el mundo». Allí experimento en «dogma católico, y en forma tan diáfana, que se atrevía a morir por la doctrina que él de tal suerte había visto». Pero tampoco faltaron las visiones más extraordinarias. Un cierto día se le aparecía «algo blanco como tres teclas de un clavicordio o de un órgano», y se convencía de inmediato que era la Santa Trinidad.

En la aparición de un cuerpo blanco «ni muy grande ni muy pequeño» creyó poder ver «la humanidad de Cristo»; en otra visión vio a la Virgen María. Muy reiteradamente tuvo la visión de una gran bola luminosa, «un poco más grande que el sol», la que él interpreto como Jesus Cristo...

Otra vez tuvo una visión luminosa parecida a una serpiente y que él, pese a su radiante belleza, pronto se le transformo en siniestra. Al darse cuenta que la visión «al acercarse a la cruz parecía perder belleza», dedujo de esta serpiente no era Dios quien se le aparecía, sino el diablo. Rápidamente echó mano al bordón para expulsar con contundentes golpes al demonio. Empero: «cada acción y cada impulso, al fin de cuentas tenía su tiempo fijado: la misa no debía durar más de media hora, y un reloj de arena tenía que cuidar que este plazo no fuera sobrepasado. El sólo se permitía "iluminaciones" durante la misa, y ni siquiera las lágrimas de emoción y de estremeámiento eran en él simplemente una irregular grafía lacrimarum (gracia lacrimosa) como en los primeros tiempos de su transformación anímica, sólo lloraba mucho más cuando estas le surgían provocadas justamente por razones de su disciplina interior. En su propio diario de vida cuido remarcar tal desbordamiento lacrimoso y de aforar, poco más o menos, su intensidad y duración, si durante el lloro sólo vertía algunas lágrimas o si se trataba de un' rio de lágrimas con sollozos'...».

El fundamento de la Orden Jesuita, que no existiría sin Iñigo de Loyola, son sus «ejercicios espirituales». —«Quien los soportare debe experimentar infierno y cielo con todos sus sentidos hasta el dolor agudo y hasta lograr el gozo beatífico y hasta que se impregne en el alma la diferencia entre lo malo y lo bueno, para siempre, inextinguiblemente. De tal forma preparado se le planteará entonces al ejercitando la gran elección, si se decide por Satán o por Cristo. Para la representación viviente del mal sirve en los ejercicios espirituales una escenificación espeluznante. En toda su pavorosidad primero se muestra el infierno, repleto de multitudes de gimientes condenados. Se da comienzo con este ejercicio para que el discípulo ante todo pueda medir 'con la mirada de la imaginación la longitud, anchura y profundidad del infierno'; a continuación también tienen que actuar los demás sentidos, porque en estas singulares instrucciones para la dirección del montaje con su clasificación exacta según puntuación, se dice:

'El primer punto consiste en que yo con los ojos de la imaginación vea aquellos inconmensurables fuegos abrasadores y a las almas como metidas en cuerpos ardiendo.

El segundo punto consiste en que yo escucho con el oído de la imaginación el llanto, el clamor, el griterío, las blasfemias contra nuestro Señor Cristo y contra sus santos.

El tercer punto consiste en que yo con el sentido del olfato de la imaginación huelo el humo, el azufre, los charcos y las cosas putrefactas del infierno.

El cuarto punto consiste en que yo con el sentido del gusto de la imaginación saboreo las cosas amargas, las lágrimas, la tristeza, el gusano que corroí la conciencia en el infierno.

El quinto punto consiste en el contacto con el sentido del tacto de la imaginación, como hacen aquellas brasas que cogen y queman las almas».

Al lograrse esto, se le muestra al ejercitando el ideal que debe seguir en lo sucesivo: Iñigo le ensena a profundizar en la vida y pasión de Jesucristo. Como en las imágenes precedentes sobre el infierno, en esta ocasión también se emplean todos los sentidos para provocar imágenes expresivas, y también ahora Iñigo exige sin cesar una exacta «representación imaginaria del lugar»:

«Entonces tengo que suponerme, como si mirase con el ojo de la imaginación, las sinagogas, ciudades y ciudadelas que Cristo, nuestro Señor, recorría y en las que predico... Si el asunto trata sobre la Santa Virgen, entonces el medio representativo que me figuro es una casa pequeña y luego me imagino en forma especial la casa y los aposentos de nuestra amada Senora en la ciudad de Nazareth, en la región de Galilea.»

 —Durante la meditación sobre el nacimiento del Señor, Iñigo dio la orden «de recorrer con los ojos de la imaginación el camino que conduce de Nazareth a Belén», su largo y su ancho «también hay que tomarlos en consideración así como el hecho de si el camino es liso o conduce por valles y sobre alturas». También hay que imaginarse la «Cueva del nacimiento» cuán vasta y cuán angosta, cuán baja o cuán alta y cómo estaba ella dispuesta...

Con la aplicación de todos los sentidos, Jesus debe de haber sido presentado «sobre el terreno frente a Jerusalén» como el generalísimo de su ejército, mientras frente a él, «en la comarca de Babilônia», Satanás reunía en torno a sí a sus demônios para la última batalla decisiva:

«Me figuro como Lucifer hizo venir hacia él incontables espíritus para enviados a todos, luego a todo el mundo, sin omitir un país, un lugar, una familia o un solo hombre... De modo semejante hay que mirar sobre la parte contraria del supremo y verdadero general en jefe, nuestro Señor Cristo, ...como escogió a sus apóstoles y discípulos y los envió a todo el mundo para divulgar su santa doctrina entre todos los hombres...»

Mientras Don Quijote cabalgaba por el país para resucitar la caballería andante, la corte española celebraba servidos de Amor (misas de Minne) grotescamente desfiguradas desde el triunfo de las cruzadas contra los herejes. El enfermo de obcecación religiosa, el Caballero Loyola, bajo el símbolo de Jesus, organiza una campana clerical contra Lucifer haciendo que Montserrat se convirtiera en Montaría del Grial en lugar del ya mucho tiempo destruido Montsegur. En la propia cueva del Grial, Fontane Ia Salvasche, no faltan la cabalgadura ni el capote de Parsifal. Sólo que el capote se ha convertido en capa de mendigo, y el corcel se ha convertido en mula, tal como ya Jesus de Nazareth había dado preferencia, en vez de al Pegaso apolíneo, a una burra para entrar en Jerusalén. El espíritu de Esclarmonde tampoco gobernaba.




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