Philippeaux, Enrique Walter
Es un episodio poco recordado de nuestra historia. Hoy volvemos a él para aclarar la actuación de los Patricios, cuerpo de tradición heroica y orgullo del pasado argentino, en los acontecimientos de aquel 7 de diciembre de 1811, en que el regimiento pagó tan cara su lealtad a su jefe, el coronel Saavedra y la corriente revolucionaria que representaba.
Concluía el año 1811 y en Buenos Aires gobernaba el Triunvirato surgido de un golpe de estado que en el mes de setiembre dieron los elementos más liberales, con Rivadavia a la cabeza, aprovechando la ausencia de Saavedra que en esos días había partido hacia el norte del país para hacerse cargo del ejército expedicionario que yacía desalentado tras los contrastes de Huaqui y de Sipe-Sipe. Rivadavia, que se había reservado el cargo de secretario del Triunvirato, logró la destitución de Saavedra y su posterior destierro a San Juan. Esta medida y otras más que los militares consideraron lesivas le ganaron al Triunvirato la hostilidad de los principales cuerpos, sobre todo la de los famosos Patricios de Buenos Aires, y también la de sus compañeros de glorias, los Húsares y los Arribeños. Era una hostilidad sorda, pero que tenía desvelado al Triunvirato.
Al ser desterrado Saavedra, el Triunvirato nombró al sufrido Belgrano como jefe del Regimiento de Patricios. En el cuerpo el nombramiento cayó mal, no tanto porque hasta entonces el prestigio militar de Belgrano era harto escaso, todos recordaban su fracaso en la expedición al Paraguay y su posterior deslucido desempeño en el ejército de la Banda Oriental, sino porque a cualquier jefe que reemplazase a Saavedra los Patricios lo hubiesen recibido con la misma frialdad.
El caso de las trenzas de los Patricios
El regimiento de Patricios tenía el privilegio de ser el único en el ejército cuyos soldados y clases llevaban una coleta o trenza. Esta trenza, que se hacía del largo del cabello y se llevaba a la espalda, era motivo de orgullo para estos soldados ya que los distinguía de los otros cuerpos a quienes llamaban “pelones”, por no tenerlas.
La moda de usarla provenía de Carlos II, y en el ejército había sido introducida en la época del virrey Cevallos. Recordaremos que por ese entonces los soldados y clases de los Patricios eran gente de las orillas de la ciudad, y los orilleros entonces la usaban como símbolo de su hombría. Así como, entrado el siglo, los montoneros y los federales de Rosas usaban la porra, y luego los alsinistas la melena.
Malquistado con los Patricios, el Triunvirato, a fines de noviembre de 1811, dio una orden que terminase con el antiguo privilegio y los soldados y clases se cortasen la trenza. Como nadie obedeció, Belgrano dispuso que los que se presentasen el día 8 de diciembre con la trenza serían conducidos al cuartel de Dragones y allí se los raparía.
Tras el agravio de volverse “pelones”, la amenaza de que se los raparía en otro cuartel colmó la medida en la sensibilidad de aquellos soldados que dieron a la patria solo motivos de orgullo, como en las invasiones inglesas y en las jornadas de Mayo, cuando su jefe fue el primer presidente del gobierno patrio.
La agitación subió de tono, pero no era solo por las trenzas que los Patricios se agitaban, había antes que nada un gran descontento contra el gobierno surgido en el golpe de setiembre, y de esa inquietud participaban también los otros cuerpos de guarnición en Buenos Aires y que, por cierto, no usaban la coleta.
La revolución del 7 de diciembre
El 4 de diciembre el Triunvirato se enteró, muy alarmado, de que los Patricios eran el centro donde confluían la inquietud popular y la de los otros cuerpos. Así, el día cinco Rivadavia lanzó una proclama conciliatoria invitando a todos los cuerpos de la guarnición a la “disciplina, orden y subordinación”. Pero los movimientos seguían en el cuartel de Patricios, donde los sargentos y cabos habían tomado la decisión de sublevarse, seguidos por todos los soldados. Por fin, el 6 por la noche, invitaron a los oficiales de guardia a que se retirasen del cuartel, cosa que así lo hicieron, en una rara actitud de complicidad tácita.
El regimiento de Patricios tenía su cuartel, por aquellos años, en el sitio llamado de las Temporalidades, donde hoy se encuentra el Colegio Nacional Buenos Aires, al lado de la Iglesia de San Ignacio, y ocupaba toda la manzana.
El 7 de diciembre amaneció con el regimiento sublevado y fortificado en su cuartel y con piezas de artillería emplazadas en las bocacalles.
El triunviro Chiclana fue en parlamento hasta el cuartel y trató de disuadirlos, allanándose en nombre del gobierno a que quedaría sin efecto la orden de cortarse las trenzas, a que Belgrano sería reemplazado y a que no se sustanciaría sumario alguno. Pero los sublevados exigían más. Ellos querían la renuncia del Triunvirato y el regreso inmediato de Saavedra. De ahí es que sostenemos que lo que despectivamente dieron en llamar algunos como “el motín de las trenzas”, fue una verdadera revolución.
Ante el fracaso de la gestión de Chiclana el gobierno envió un primer ultimátum a los revolucionarios, del que fue portador el edecán Igarzábal y que decía así: “Soldados: Es ésta la última intimidación que os hace vuestro gobierno; rendid las armas, retiraos, confiad en su clemencia y nada temáis. El os empeña su palabra de honor a nombre de la patria, de que oirá vuestras peticiones cuando las deduzcáis con subordinación al gobierno que habéis obedecido; pero si obstinados pensáis sostener el desorden, la fuerza armada y el pueblo irritado os harán conocer vuestros deberes. Determinad dentro de un cuarto de hora, o preparaos a las resultas”. Leído el ultimátum los Patricios despidieron violentamente al edecán y se quedaron dispuestos a recibir la ayuda de los otros cuerpos comprometidos.
El gobierno, en tanto, ensayó otro intento de conciliación. Para ello apeló a la gestión de los obispos de Buenos Aires y de Córdoba, que acababan de ser liberados de la prisión que sufrían en la Recoleta el uno y en Luján el otro. Ambos prelados se trasladaron hasta el cuartel portando la segunda intimación y que decía: “Soldados: solo la seducción de los enemigos de la Patria ha podido conduciros a la insurrección contra el Gobierno y vuestros jefes. Ceded en obsequio de la causa sagrada que habéis sostenido con vuestra sangre; ceded por el amor de vuestros hijos y de vuestras familias, que serán con el pueblo envueltas en los horrores de la guerra civil; ceded, en fin, por obsequio a vuestros deberes, y un velo eterno cubrirá para siempre vuestra precipitación, y el delito de sus autores. De lo contrario, todo está pronto para reduciros a la fuerza, y vosotros responderéis de tan funestos resultados. – Buenos Aires, 7 de diciembre de 1811”.
Pero los obispos no tuvieron más suerte que los anteriores mediadores, a pesar de que los Patricios simpatizaban con ellos, pues venían de cumplir una pena que les impusieron sus mismos adversarios.
Tantas tratativas del gobierno tenían su explicación por el hecho de que no contaban ni con los Húsares ni con los Arribeños para reducirlos. Tenían sí, una última carta y era el ejército de Rondeau, que venía del sitio de Montevideo, y que estaba compuesto por Dragones de caballería y batallones de Pardos y Morenos. Cuando Rondeau aceptó atacar el cuartel era ya el mediodía. Previamente ubicó el grueso de sus batallones en las torres de las iglesias vecinas y en los tejados desde donde se dominaban los patios interiores del cuartel. Al llevar el ataque al cuartel, Rondeau, avanzó con los Dragones desmontados sobre los puestos de las esquinas, al tiempo que un mortífero fuego se les hacía desde las torres y tejados hacia el interior del cuartel. El combate duró poco, pero en ese breve tiempo hubo más de cien bajas, de las cuales cincuenta fueron muertes. Al fin, solos, sitiados, sin sus oficiales, los Patricios se rindieron.
Luego vino lo peor. Sofocada la revolución, el gobierno se mostró implacable en el castigo. Rivadavia , en persona, se abocó a la instrucción del sumario, pero teniendo buen cuidado en no ahondar demasiado, pues atrás de los Patricios habían estado otras fuerzas y, sobre todo, la mayoría de los diputados del interior que, residiendo en Buenos Aires, habían sido desplazados por el golpe de setiembre que erigió al primer Triunvirato. La sentencia se dictó al tercer día, el 10 de diciembre, y por ella se condenaba a muerte a once clases y soldados de la unidad, de los cuales cuatro eran sargentos y se llamaban Juan Angel Colares, Domingo Acosta, Manuel Alfonso y José Enríquez, tres eran cabos y cuatro soldados. De nada valieron las súplicas que por la vida de los presos elevaron al gobierno distintas corporaciones y familiares de los condenados. La sentencia se cumplió en la madrugada del 11 de diciembre y luego los cadáveres fueron expuestos a la expectación pública. A veinte más se los condenó a penas que oscilaron entre los cuatro y los diez años de prisión, contándose entre éstos el alférez Cosme Cruz, único oficial sancionado. Luego la sentencia se volvió contra el regimiento en sí, como cuerpo, pues tres de sus compañías fueron disueltas y lo que es peor, al regimiento se le suprimió el nombre glorioso de Patricios de Buenos Aires y se le sacó el número 1º, que lo distinguía de entre los del arma. Además, todos los suboficiales fueron rebajados a la graduación de soldados.
Mas no paró allí la represión. Aprovechando su triunfo el Triunvirato ordenó que los diputados se retirasen a sus provincias en el plazo de veinticuatro horas por considerar, sin prueba alguna, que habían inducido a los Patricios a sublevarse y, en tanto era encarcelado el líder de los diputados de las provincias, el Déan Funes, se ordenaba iluminar la ciudad por tres días en muestra de regocijo.
Pero al año siguiente los Patricios serían vengados por el propio San Martín, que en las jornadas del 8 de octubre de 1812, al frente de sus granaderos, y en la única oportunidad en que desenvainó su espada en la lucha civil, derrocó al Triunvirato, haciéndose eco del clamor popular. Y los Patricios volvieron a ver lucir su nombre tradicional al frente de su cuartel.
Fuente
Philippeaux, Enrique Walter - “El Motín de las Trenzas”.
Se permite la reproducción citando la fuente: http://www.revisionistas.com.ar/
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Concluía el año 1811 y en Buenos Aires gobernaba el Triunvirato surgido de un golpe de estado que en el mes de setiembre dieron los elementos más liberales, con Rivadavia a la cabeza, aprovechando la ausencia de Saavedra que en esos días había partido hacia el norte del país para hacerse cargo del ejército expedicionario que yacía desalentado tras los contrastes de Huaqui y de Sipe-Sipe. Rivadavia, que se había reservado el cargo de secretario del Triunvirato, logró la destitución de Saavedra y su posterior destierro a San Juan. Esta medida y otras más que los militares consideraron lesivas le ganaron al Triunvirato la hostilidad de los principales cuerpos, sobre todo la de los famosos Patricios de Buenos Aires, y también la de sus compañeros de glorias, los Húsares y los Arribeños. Era una hostilidad sorda, pero que tenía desvelado al Triunvirato.
Al ser desterrado Saavedra, el Triunvirato nombró al sufrido Belgrano como jefe del Regimiento de Patricios. En el cuerpo el nombramiento cayó mal, no tanto porque hasta entonces el prestigio militar de Belgrano era harto escaso, todos recordaban su fracaso en la expedición al Paraguay y su posterior deslucido desempeño en el ejército de la Banda Oriental, sino porque a cualquier jefe que reemplazase a Saavedra los Patricios lo hubiesen recibido con la misma frialdad.
El caso de las trenzas de los Patricios
El regimiento de Patricios tenía el privilegio de ser el único en el ejército cuyos soldados y clases llevaban una coleta o trenza. Esta trenza, que se hacía del largo del cabello y se llevaba a la espalda, era motivo de orgullo para estos soldados ya que los distinguía de los otros cuerpos a quienes llamaban “pelones”, por no tenerlas.
La moda de usarla provenía de Carlos II, y en el ejército había sido introducida en la época del virrey Cevallos. Recordaremos que por ese entonces los soldados y clases de los Patricios eran gente de las orillas de la ciudad, y los orilleros entonces la usaban como símbolo de su hombría. Así como, entrado el siglo, los montoneros y los federales de Rosas usaban la porra, y luego los alsinistas la melena.
Malquistado con los Patricios, el Triunvirato, a fines de noviembre de 1811, dio una orden que terminase con el antiguo privilegio y los soldados y clases se cortasen la trenza. Como nadie obedeció, Belgrano dispuso que los que se presentasen el día 8 de diciembre con la trenza serían conducidos al cuartel de Dragones y allí se los raparía.
Tras el agravio de volverse “pelones”, la amenaza de que se los raparía en otro cuartel colmó la medida en la sensibilidad de aquellos soldados que dieron a la patria solo motivos de orgullo, como en las invasiones inglesas y en las jornadas de Mayo, cuando su jefe fue el primer presidente del gobierno patrio.
La agitación subió de tono, pero no era solo por las trenzas que los Patricios se agitaban, había antes que nada un gran descontento contra el gobierno surgido en el golpe de setiembre, y de esa inquietud participaban también los otros cuerpos de guarnición en Buenos Aires y que, por cierto, no usaban la coleta.
La revolución del 7 de diciembre
El 4 de diciembre el Triunvirato se enteró, muy alarmado, de que los Patricios eran el centro donde confluían la inquietud popular y la de los otros cuerpos. Así, el día cinco Rivadavia lanzó una proclama conciliatoria invitando a todos los cuerpos de la guarnición a la “disciplina, orden y subordinación”. Pero los movimientos seguían en el cuartel de Patricios, donde los sargentos y cabos habían tomado la decisión de sublevarse, seguidos por todos los soldados. Por fin, el 6 por la noche, invitaron a los oficiales de guardia a que se retirasen del cuartel, cosa que así lo hicieron, en una rara actitud de complicidad tácita.
El regimiento de Patricios tenía su cuartel, por aquellos años, en el sitio llamado de las Temporalidades, donde hoy se encuentra el Colegio Nacional Buenos Aires, al lado de la Iglesia de San Ignacio, y ocupaba toda la manzana.
El 7 de diciembre amaneció con el regimiento sublevado y fortificado en su cuartel y con piezas de artillería emplazadas en las bocacalles.
El triunviro Chiclana fue en parlamento hasta el cuartel y trató de disuadirlos, allanándose en nombre del gobierno a que quedaría sin efecto la orden de cortarse las trenzas, a que Belgrano sería reemplazado y a que no se sustanciaría sumario alguno. Pero los sublevados exigían más. Ellos querían la renuncia del Triunvirato y el regreso inmediato de Saavedra. De ahí es que sostenemos que lo que despectivamente dieron en llamar algunos como “el motín de las trenzas”, fue una verdadera revolución.
Ante el fracaso de la gestión de Chiclana el gobierno envió un primer ultimátum a los revolucionarios, del que fue portador el edecán Igarzábal y que decía así: “Soldados: Es ésta la última intimidación que os hace vuestro gobierno; rendid las armas, retiraos, confiad en su clemencia y nada temáis. El os empeña su palabra de honor a nombre de la patria, de que oirá vuestras peticiones cuando las deduzcáis con subordinación al gobierno que habéis obedecido; pero si obstinados pensáis sostener el desorden, la fuerza armada y el pueblo irritado os harán conocer vuestros deberes. Determinad dentro de un cuarto de hora, o preparaos a las resultas”. Leído el ultimátum los Patricios despidieron violentamente al edecán y se quedaron dispuestos a recibir la ayuda de los otros cuerpos comprometidos.
El gobierno, en tanto, ensayó otro intento de conciliación. Para ello apeló a la gestión de los obispos de Buenos Aires y de Córdoba, que acababan de ser liberados de la prisión que sufrían en la Recoleta el uno y en Luján el otro. Ambos prelados se trasladaron hasta el cuartel portando la segunda intimación y que decía: “Soldados: solo la seducción de los enemigos de la Patria ha podido conduciros a la insurrección contra el Gobierno y vuestros jefes. Ceded en obsequio de la causa sagrada que habéis sostenido con vuestra sangre; ceded por el amor de vuestros hijos y de vuestras familias, que serán con el pueblo envueltas en los horrores de la guerra civil; ceded, en fin, por obsequio a vuestros deberes, y un velo eterno cubrirá para siempre vuestra precipitación, y el delito de sus autores. De lo contrario, todo está pronto para reduciros a la fuerza, y vosotros responderéis de tan funestos resultados. – Buenos Aires, 7 de diciembre de 1811”.
Pero los obispos no tuvieron más suerte que los anteriores mediadores, a pesar de que los Patricios simpatizaban con ellos, pues venían de cumplir una pena que les impusieron sus mismos adversarios.
Tantas tratativas del gobierno tenían su explicación por el hecho de que no contaban ni con los Húsares ni con los Arribeños para reducirlos. Tenían sí, una última carta y era el ejército de Rondeau, que venía del sitio de Montevideo, y que estaba compuesto por Dragones de caballería y batallones de Pardos y Morenos. Cuando Rondeau aceptó atacar el cuartel era ya el mediodía. Previamente ubicó el grueso de sus batallones en las torres de las iglesias vecinas y en los tejados desde donde se dominaban los patios interiores del cuartel. Al llevar el ataque al cuartel, Rondeau, avanzó con los Dragones desmontados sobre los puestos de las esquinas, al tiempo que un mortífero fuego se les hacía desde las torres y tejados hacia el interior del cuartel. El combate duró poco, pero en ese breve tiempo hubo más de cien bajas, de las cuales cincuenta fueron muertes. Al fin, solos, sitiados, sin sus oficiales, los Patricios se rindieron.
Luego vino lo peor. Sofocada la revolución, el gobierno se mostró implacable en el castigo. Rivadavia , en persona, se abocó a la instrucción del sumario, pero teniendo buen cuidado en no ahondar demasiado, pues atrás de los Patricios habían estado otras fuerzas y, sobre todo, la mayoría de los diputados del interior que, residiendo en Buenos Aires, habían sido desplazados por el golpe de setiembre que erigió al primer Triunvirato. La sentencia se dictó al tercer día, el 10 de diciembre, y por ella se condenaba a muerte a once clases y soldados de la unidad, de los cuales cuatro eran sargentos y se llamaban Juan Angel Colares, Domingo Acosta, Manuel Alfonso y José Enríquez, tres eran cabos y cuatro soldados. De nada valieron las súplicas que por la vida de los presos elevaron al gobierno distintas corporaciones y familiares de los condenados. La sentencia se cumplió en la madrugada del 11 de diciembre y luego los cadáveres fueron expuestos a la expectación pública. A veinte más se los condenó a penas que oscilaron entre los cuatro y los diez años de prisión, contándose entre éstos el alférez Cosme Cruz, único oficial sancionado. Luego la sentencia se volvió contra el regimiento en sí, como cuerpo, pues tres de sus compañías fueron disueltas y lo que es peor, al regimiento se le suprimió el nombre glorioso de Patricios de Buenos Aires y se le sacó el número 1º, que lo distinguía de entre los del arma. Además, todos los suboficiales fueron rebajados a la graduación de soldados.
Mas no paró allí la represión. Aprovechando su triunfo el Triunvirato ordenó que los diputados se retirasen a sus provincias en el plazo de veinticuatro horas por considerar, sin prueba alguna, que habían inducido a los Patricios a sublevarse y, en tanto era encarcelado el líder de los diputados de las provincias, el Déan Funes, se ordenaba iluminar la ciudad por tres días en muestra de regocijo.
Pero al año siguiente los Patricios serían vengados por el propio San Martín, que en las jornadas del 8 de octubre de 1812, al frente de sus granaderos, y en la única oportunidad en que desenvainó su espada en la lucha civil, derrocó al Triunvirato, haciéndose eco del clamor popular. Y los Patricios volvieron a ver lucir su nombre tradicional al frente de su cuartel.
Fuente
Philippeaux, Enrique Walter - “El Motín de las Trenzas”.
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