El 17 de octubre de 1945 significa el hecho social más importante de nuestra historia, cuya trascendencia surge de acumular las luchas precursoras por la libertad y la justicia, y potenciarlas en una nueva categoría doctrinaria y política, sin parangón en la formación de la conciencia nacional. Movilización multitudinaria, de dimensión territorial, espontánea e inédita que, en la contundencia propia de su gran masividad, inhibió de raíz la represión violenta, constituyendo una gesta a la vez pacífica y revolucionaria.
En su crisol se unieron indisolublemente fuertes corrientes de las tradiciones épicas de todas las ideas políticas: el socialismo y su vanguardia en los reclamos de justicia social; el anarquismo y su gestación del primer sindicalismo; el yrigoyenismo y su intransigencia por las libertades civiles; el nacionalismo y su defensa de la soberanía argentina. Todas ellas tuvieron que decidir su destino ante la conjunción peronista. El socialismo, entre la vía partidocrática o la integración al movimiento popular. El anarquismo, entre un sindicalismo contra el estado o su concertación para el desarrollo nacional y social. El radicalismo, entre la Unión Democrática o su confluencia con el aporte de los contingentes obreros. El nacionalismo, entre su versión reaccionaria o el campo de la liberación.
El rescate del mayo de Moreno; el revisionismo histórico de Rosas y los caudillos federales; la reforma universitaria nacida en Córdoba; el movimiento latinoamericanista de Ugarte; el neutralismo de Yrigoyen; el laborismo del gremialismo incipiente. Todos estos contenidos estuvieron allí presentes con sus hechos, ideas, bases y dirigentes; cuyos nombres y acciones concretas verifican la existencia de un consenso amplio y elocuente, que aún mantiene su vigencia substancial más allá de sus matices y variantes comiciales.
El valor de la unidad de pensamiento y de acción
Muchas veces, ante las instancias álgidas de nuestra trayectoria semicolonial, el país hubo de polarizarse y dividirse, a veces por mitades, en número y fervor partidario, pero con la diferencia de una unidad constante de conducción sólo lograda por el movimiento. Fenómeno estratégico que excede el cálculo supuestamente “intelectual” de muchos ideólogos y “analistas” sociológicos o mediáticos. Esto confirma el liderazgo indiscutido de Perón, cuya figura de estadista no puede desvincularse de aquella jornada memorable, ni del logro palpable de los derechos sociales conquistados de una vez y para siempre.
El pueblo tomó su nombre como bandera para asumir por sí el rol protagónico más claro y visible de una larga epopeya, y esta vez fue custodiado por la línea nacional del ejército de San Martín y Dorrego, invirtiendo el carácter represor que, antes y después, le asignó la oligarquía obediente a las metrópolis dominantes. Protagonismo crucial que, en el marco de un cambio drástico del orden internacional por la II Guerra Mundial, combinó la reforma militar de 1943, la movilización social del campo y la ciudad de 1945 y la profunda renovación institucional de 1946, con las elecciones más libres de nuestra vida republicana, plagada de fraudes y proscripciones.
Nació así la teoría y la praxis de la comunidad organizada, para la realización armónica de la persona humana y de la sociedad; donde la libertad e iniciativa individual fue complementada con la libertad de decisión del pueblo en su conjunto. De esta comunidad, librada de la arbitrariedad y la incertidumbre por obra de la planificación concertada de los distintos intereses sociales, sólo quedarían recusados los extremos de la exclusión por derecha, y del clasismo sectario por izquierda.
Proyecto idealista y realista, orientado por el equilibrio de sus valores y principios constitutivos. Idealista, en la exaltación de una militancia por la justicia social y la promoción de la unión de los humildes frente a los poderes concentrados. Realista, en el sentido de proponer una solidaridad efectiva, basada en la gravitación práctica del interés social compartido. Una filosofía singular del trabajo, equidistante de los criterios economicistas del capitalismo y del comunismo que, a pesar de sus visiones opuestas, fueron incapaces por igual de ver al trabajo como bien cultural y organizador indispensable de la vida material y espiritual de la comunidad.
De la reconstrucción nacional a la independencia económica
La realización de la comunidad organizada, ayer como hoy, exigió el paso previo y monumental de la reconstrucción nacional, para la generación de una riqueza imprescindible, expoliada por los monopolios, a fin de imponer la justicia social en vez de repartir pobreza y miseria. En este aspecto, la década justicialista fue un aluvión de obras de infraestructura para el crecimiento y desarrollo, y un esfuerzo de vanguardia científica, tecnológica, educativa y de capacitación profesional y laboral, junto a la creación masiva de empleo genuino. Digamos, resumiendo, que muchos de sus grandes logros son “recuerdos del futuro”, porque indican todavía nuestras asignaturas pendientes.
Este esfuerzo extraordinario y múltiple de conducción superior, con la concurrencia de especialistas, planificadores y cuadros políticos y técnicos, descartó y descarta las consignas absurdas sobre la “autonomía de clase” de la izquierda internacional; que aún no aprende de la implosión soviética, el pragmatismo chino y la regresión del castrismo a formas evidentes de capitalismo, después de medio siglo de ensayos frustrados.
Hacia la democracia económica
En el pasaje de la reconstrucción a la autonomía posible, no a la utopía autárquica, el papel del Estado en sus tres niveles -nacional, provincial y municipal- es vital para crear las condiciones de despegue de un desarrollo integral y sostenido, impulsando la mayor participación respectiva en la cantidad y calidad de la producción. Porque sin producción no hay trabajo y sin trabajo no hay inclusión social ni desarrollo humano, en tanto la política de ayuda y subvenciones tiene el corto plazo del asistencialismo, además de sus deformaciones y prebendas.
Ahora falta, sin duda, la labor inteligente, selectiva y transparente de los operadores de las políticas públicas que deben consensuarse para la transición hacia una democracia económica, que representa la evolución de la justicia social, que es la acción reactiva ante la explotación laboral, a la equidad social, que es la acción proactiva tendiente a inaugurar un sistema de participación plena, para la distribución ecuánime de esfuerzos, estímulos y recompensas.
Entre otros propósitos, la democracia económica tiene el gran objetivo de corregir la distorsión existente, agravada por la codicia desmedida de las corporaciones, entre el avance tecnológico y la situación social. Es decir, entre el creciente “racionalismo” de los procedimientos técnicos aplicados a la concentración económica y la especulación financiera, y el “irracionalismo” del consumo superfluo y la agudización de las necesidades básicas, en el marco general de la angustia y el vacío existencial (adicciones, promiscuidad, violencia).
El nuevo desafío de los movimientos sociales
Si bien el pluralismo ha sido y seguirá siendo la vía principal del escenario democrático, no es menos cierto que la columna vertebral del campo nacional es el movimiento de los trabajadores; escoltado, de un modo u otro, por varias corrientes que pugnan por tierra, vivienda, apoyo cooperativo y distintas formas de propiedad social. La democracia económica, precisamente, pondrá a prueba la capacidad de todas estas formas orgánicas para pasar de factor de reclamo y presión, a factor de poder y participación en las decisiones nacionales.
Incluso, importantes dirigentes de la CGT se han pronunciado ya sobre estos temas anticipados como aportes de actualización y prédica doctrinaria, porque es el espíritu mismo del 17 de octubre proyectado en el tiempo para ser útil al porvenir con la construcción igualitaria de una prosperidad duradera. Así se ha hablado de “autocrítica sindical”, lo que consideramos fundamental para estar a la altura de las nuevas exigencias de un cambio necesario, que tiene que operarse paulatina pero irreversiblemente, para lograr la coherencia indispensable entre realidad social, valores comunitarios y práctica militante.
En el plano político, que nos incumbe a todos, el legado del 17 de octubre se une al mensaje fraterno del histórico regreso de Perón el 17 de noviembre de 1972: “para un argentino no debe haber nada mejor que otro argentino”; y al abrazo con sus viejos adversarios para inaugurar la etapa, interrumpida a su muerte por la dictadura, de la concertación programática. Esta es la herencia que nos impulsa a superar los prejuicios y las falsas antinomias, para actuar con éxito en la visión preclara del continentalismo regional (Mercosur-Unasur).
Hoy, con la seguridad que otorga la resistencia cultural del peronismo a los intentos del resignificarlo con el modelo neoliberal o marxista, se abre la instancia de sus nuevas realizaciones como frente de liberación, inmune a todo sectarismo, aislamiento o confrontación innecesaria. Porque la enseñanza principal de nuestra escuela de liderazgo, exige que los grandes triunfos políticos y electorales con vocación histórica se proyecten estratégicamente en un imperativo de unidad nacional.
Buenos Aires, 17 de octubre de 2011.
Julián Licastro
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