La democracia en Latinoamérica, o Nuestra Democracia,como reza el título del Informe que la Organización de Estados Americanos,OEA, y el Programa de Desarrollo de las Naciones Unidas elaboraron en 2010[1], enfrenta tres grandes desafíos: (1) la participación política para resolver la crisis de representación, (2) la organización republicana con separación y control recíproco de los poderes, (3) la debilidad del Estado[2]. Esta es una visión técnica del problema. En realidad, las raíces de nuestra 'ingobernanza' se hunden en la desigualdad cultural, heredada de la colonización europea y abarcan mucho más que la organización política. Y esta desigualdad no solamente mina la organización republicana de los 18 estados latinoamericanos, sino que mantiene en todos ellos un componente mayoritario de pobreza que vuelve nugatorio el nombre mismo de la democracia. En pueblos hambrientos no hay poder popular. El documento reconoce la desigualdad, con su inequidad originaria, pero se enfoca más en estudiar las consecuencias políticas que en descubrir la entraña cultural y, por lo tanto ética, del fenómeno[3]. En consecuencia, sus recomendaciones se dirigen hacia la formalidad de los mecanismos necesarios para resolver los problemas inherentes a esos tres grandes desafíos. Estos mecanismos son necesarios y, en su mayor parte están instalados en el subcontinente. Pero funcionan mal o, simplemente no funcionan.
Nuestro objetivo, en cambio, privilegia el análisis de la crisis ética, dado que aquí se trata de centrar la reflexión sobre algunos elementos pedagógicos para enfrentar esa crisis. Esa pedagogía se deriva de los principios que la Compañía de Jesús ha establecido como guías de su apostolado: (1) la promoción de la justicia como servicio de la fe y (2) la atención de preferencia a los más pobres.
Para obtener nuestro objetivo miraremos, en primer lugar, el diagnóstico realizado por las entidades internacionales para hacer luego algunas consideraciones sobre nuestro apostolado.
La ciudadanía truncada
En la visión técnica de la OEA se detectan como desafíos "la dificultad para expandir los derechos de ciudadanía" y las "grandes concentraciones de poder político", después de "haber dejado atrás el espectro del militarismo"[4]. Parecería que esta manera de ver, está algo desenfocada porque ignora la omnipresencia actual del poder militar que no es sino uno de los "poderes fácticos" a los cuales se alude a lo largo y ancho del documento. El hecho innegable de haber superado las dictaduras militares en su forma cruda, no significa que hayamos superado el militarismo. En Latinoamérica y, tal vez se podría decir que en toda América, los ejércitos siguen siendo estados dentro de los estados. Varias de las promesas electorales del presidente Obama no se han cumplido porque no lo ha permitido el Pentágono, como bien lo saben en Guantánamo.
Este recurso fácil a la violencia, ya sea mediante la intervención de los ejércitos en el mantenimiento del orden público, ya sea con la ordinaria "brutalidad policíaca", es parte esencial del talante capitalista mundial, pero tiene fuerza especial en toda la América, desde Behring hasta la Patagonia, donde reviste dimensiones fuera de toda proporción. Hasta el punto de que el mismo informe se pregunta con cinismo: "¿Cuánta inseguridad y falta de Estado democrático y cuánta pobreza y desigualdad resiste la democracia?"[5] Pero no pregunta cuántos militares requiere la democracia definida como patente de corso para la acumulación de capital financiero.
Considerar los abusos y sus causas como parte inevitable de la realidad, que se describe como una "democracia truncada", es lo que ha permitido que la consciencia moral de los pueblos latinoamericanos se deteriore y que se llegue al estado de indiferencia alarmante que se observa, por ejemplo, en Colombia frente a las víctimas de lo que allí se denomina el "conflicto social armado". Otro tanto se insinúa también en las tragedias reales de los indígenas y de los negros, en los otros países donde estos grupos son minorías étnicas. Se podría generalizar esta insensibilidad social como la indiferencia de unos grupos privilegiados hacia las mayorías pobres. En todo lo cual hay una vieja raíz sembrada durante la colonización, pero que todavía brota cogollos clasistas con un fuerte tinte de racismo.
Sin embargo, al enfocar la ciudadanía y la concentración del poder, el Informe de la OEA sí está tocando el nervio del asunto. Mucha de la ciudadanía latinoamericana es de papel. El concepto de ciudadano es una ficción jurídica que depende enteramente del estado de derecho. Pero justamente el estado de derecho es el talón de Aquiles de la democracia latinoamericana. No se puede considerar estado de derecho una realidad social plagada de poderes fácticos: son dos términos contradictorios. En esta situación es donde la construcción del reino de Dios adquiere un significado muy preciso y una urgencia inaplazable.
Un primer poder fáctico es el de los presidentes que 'legislan'. El informe citado muestra cómo, entre los países de los que se tiene información sobre uso de facultades legislativas extraordinarias por parte de los respectivos presidentes, entre 1980 y 2007, el mayor número de veces corresponde a Ecuador y Venezuela con más de 8 recursos a los poderes extraordinarios, seguidos por Argentina y Brasil con 7 y por Colombia con 5. Esto muestra hasta qué punto se concentra el poder en la región y hasta qué punto es deficiente allí el sistema de controles y balances del mismo poder, lo cual constituye la entraña de la democracia.
En el mismo sentido, una mirada a las reformas de las respectivas constituciones atestigua que lo de estados de papel no es una caricatura, ya que cada reforma, en la situación actual de inequidad y desigualdad, es una nube de incertidumbre que se cierne sobre la carta magna del derecho ciudadano. Lo cual se ejemplifica en el informe de la OEA, recurriendo a un índice de 0 a 3 para indicadores de derechos civiles básicos que como lo muestra el cuadro siguiente indican una diferencia significativa entre América Latina y Europa occidental:
Año 2000
|
Libertad
de expresión
|
Libertad
de asociación
|
Derechos
de los trabajad/s
|
Derechos
económ. fem.
|
Derechos
sociales fem.
|
America Lat.
|
1,39
|
1,67
|
0,72
|
1,33
|
1,39
|
Europa
occid.
|
1,71
|
1,81
|
1,77
|
2,15
|
2,62
|
Ahora bien, este primer poder fáctico es un desorden dentro del orden jurídico. En cambio los restantes poderes fácticos se mueven en los márgenes o fuera de la legalidad estricta. Si uno mira desde la perspectiva ética, no cabe duda de que los abusos de los poderosos no solamente son inmorales sino que son ilegítimos, así ellos los consideren legales, dado que violan la justicia y la equidad, paseándose por el borroso límite de la legalidad construida por ellos mismos, apoyados en sus privilegios mal habidos.
El segundo poder fáctico, que no coloqué en el primer lugar para no alterar la fuente de información, son los grupos económicos, los empresarios y el sector financiero. Una encuesta de 2004, realizada por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, relata cómo un 79% de los encuestados están de acuerdo en que esos grupos son los que tienen más poder. Siguen como tercer poder fáctico, los medios de comunicación, con el 65% de la opinión. Si se tiene en cuenta que los encuestados son en su mayoría estratos altos y dirigentes, se entiende la distinción que hacen entre empresarios y medios de comunicación, la cual, en realidad es ficticia pero hace parte del mito democrático de las plutocracias. Los medios de comunicación en Latinoamérica, como en todo el mundo, son herramientas de los dueños del dinero. En tercer lugar se encuentran las iglesias con el 43,8% de la opinión. Si se considera este gran poder de las iglesias cristianas y el predominio general del catolicismo, podría también preguntarse qué significa en la práctica la "opción preferencial por los pobres" que campea en sus documentos recientes. En el sexto lugar, o sea con el 26% de la opinión, la encuesta coloca lo que llama poderes ilegales, a saber: mafias, narcotráfico, guerrilla, paramilitares. Y en último lugar vienen las organizaciones de la sociedad civil con el 12,8% de la opinión. Vale la pena notar el puesto de la sociedad civil para entender la democracia latinoamericana. Pero es todavía más revelador que la percepción sobre el poder de los grupos ilegales tenga más de la cuarta parte de la opinión, puesto que como poder fáctico tiene un peso grande, sobre todo, si se tiene en cuenta que el poder del narcotráfico está ligado por lazos clandestinos al poder del dinero, con lo cual se configura una alianza poco edificante pero tremendamente real y eficaz.
En forma correlativa a esta estructura contradictoria de concentración jurídica de poder y al mismo tiempo de dispersión por obra de los poderes fácticos, la democracia latinoamericana genera una pobreza endémica legal, social y económica. El Informe de la OEA, luego de una discusión discutible, concluye que el Estado latinoamericano ha venido recuperando funciones, poderes y capacidades instrumentales pero que también ha ido ocupando "espacios inapropiados, por ejemplo en la producción de bienes y servicios"[6]. Se profesa aquí la fe liberal y el debate sobre más o menos estado, que en el Informe se trata de resolver por el camino de menos estado pero más eficaz, con el fin de no traicionar su fe capitalista. La cual, además, se conjuga con la fe en la capacidad del mal llamado mercado libre para resolver los problemas de las necesidades básicas, en la cual se profesa erróneamente que todos los bienes y servicios se pueden distribuir de manera eficiente a través del mercado. Y sin embargo, a renglón seguido se admite, con razón, que las fallas de los mercados de provisión de servicios sociales privatizados termina segmentando mucho más los sistemas, y que los agentes de dichos sistemas segmentados tienden a especializarse en los segmentos más pudientes de la sociedad, como ha sucedido con la salud, la educación, etc.
Esta contradicción hace parte esencial de la concepción liberal capitalista en la que están matriculados los grupos privilegiados de nuestros países y que supone que para poder acumular la riqueza debe existir una población pobre que se pueda explotar sin consideraciones. Los datos siguientes lo comprueban, ya que el maquillaje de la realidad de la pobreza es un indicador de que los valores humanizantes son escasos y que esos pocos sucumben frente a la codicia y a la soberbia del poder.
La sociedad truncada
Un indicador fuerte de la desigualdad, como base de la organización social, es la informalización del empleo, o más precisamente, la precarización del mismo. Es un tema neurálgico porque el trabajo digno es una de las fuentes de seguridad de las personas y por lo mismo de humanización de la sociedad. Las políticas estatales, en muchos lugares, han adoptado una forma de contratación sin responsabilidades sociales que llamamos precarización y cuyos agentes emblemáticos son las cooperativas de trabajo asociado. Este es el nuevo nombre para gestionar la esclavitud mediante la creación legal de agencias hostiles al trabajo digno que, con frecuencia, se combinan con la persecución antisindical. Esta persecución no vacila en recurrir al homicidio de los sindicalistas.
Para tener una idea sintética de la situación social mirada desde las Naciones Unidas se puede usar también el índice de desarrollo humano que resulta de combinar la esperanza de vida al nacer que mide la buena salud, los años de escolaridad que miden la educación y el ingreso bruto per cápita que mide la capacidad económica. En ese indicador de lo que podríamos llamar de manera muy laxa 'nivel de vida', tenemos que Argentina y Chile tienen un nivel "muy alto" de desarrollo humano; Uruguay, Cuba, México, Panamá, Costa Rica, Venezuela, Perú, Ecuador, Brasil, Colombia, tienen un nivel "alto"; República Dominicana, El Salvador, Paraguay, Bolivia, Honduras, Nicaragua, Guatemala, un nivel "medio"; Haití, un nivel "bajo" de desarrollo humano. Pero hay que ver qué significan en la realidad esos niveles.
Dentro de los 187 países considerados en el informe, el conjunto latinoamericano está ubicado entre los puestos 44°, ocupado por Chile y 158°, ocupado por Haití, o sea que hay 43 países que superan a Chile y 29 después de Haití.
En la educación el nivel muy alto se mueve entre 12,6 años y 7,3 años de escolaridad, el nivel alto entre 12,1 y 5,5, el nivel medio entre 10,7 y 2,3 años y el nivel bajo entre 7,2 y 1,5 años. El promedio latinoamericano es de 6,24 años de escolaridad, que no es un ideal cuando se piensa que hoy es posible tener una sociedad con un promedio doble de 12,4 años de escolaridad, como los Estados Unidos.
En cuanto a los medios de subsistencia, en América Latina hay hoy aproximadamente 134 millones de personas subsistiendo con menos de 4 dólares diarios y 77 millones sobreviviendo con menos de 2 dólares por día. Un eco de esta carencia es una tasa de mortalidad infantil de 19 muertes por cada 1.000 nacidos vivos en todo el continente, 32 en el Caribe, 18 en Suramérica y 17 en Centroamérica. La esperanza de vida al nacer oscila entre 76 años en América Central, 74 años en América del Sur y 72 años en el Caribe. En Bolivia es de 67 años y en Haití es de 62 años. El porcentaje de población que dispone de abastecimiento de agua potable es de 97% en las ciudades y 80% en el campo.
Con todas sus limitaciones el índice muestra que Latinoamérica está en una etapa intermedia de desarrollo humano, según las Naciones Unidas. Otro tanto se puede decir de la democracia medida en esa forma convencional. Y eso es lo que ha llevado a que la cooperación internacional se vuelque hacia el Africa, donde los índices de desarrollo humano son más bajos. Pero lo que revela la situación de derechos humanos es que ese 'nivel intermedio' tiene un costo social muy alto.
Ahora bien, la cooperación internacional es otra de las expresiones altisonantes con mucho ruido y pocas nueces, cuya realidad ha marcado todo tipo de intervenciones desde la acción humanitaria hasta su contradictorio fortalecimiento de los ejércitos de los distintos países. En estos ámbitos elevados no se habla del tráfico internacional de las armas.
En sociedades que, como se ha visto, son políticamente débiles por desiguales, y vulnerables por su pobreza que las vuelve inestables en todos los niveles de la existencia, las "ayudas externas amarradas" han producido efectos lamentables no solamente en el campo de la política y de la economía, sino sobre todo en el campo ético porque minan la autonomía de movimientos de las organizaciones que hubieran podido desarrollar su creatividad si no se hubieran sometido al patronazgo de financiadores temporales y caprichosos. En este punto nuestra reflexión tiene que revisar sin miramientos la forma como se ha entablado, seguido y terminado esa cooperación tanto la intergubernamental como la que se ha llevado a cabo con cooperantes privados. Y hay que tener la lucidez al hacer los balances de pérdidas y ganancias en nuestro apostolado social, cuando ha sido condicionado por esas llamadas ayudas.
En resumidas cuentas, la desigualdad social, económica y política no se compagina con la dignidad humana que suponen los estados de derecho. Examinemos, pues, así sea de manera sumaria, el estado de los derechos humanos entre nosotros.
Los derechos truncados
El informe de Amnistía Internacional para 2011 es elocuente. La defensa de los derechos humanos sigue siendo una tarea peligrosa en gran parte de la región. Por ejemplo en Brasil,Colombia, Cuba, Ecuador, Guatemala, Honduras,México y Venezuela, los activistas son blanco de homicidios, amenazas, hostigamiento o actuaciones judiciales arbitrarias. En Colombia y Brasil se implantaron algunos mecanismos de protección, pero su eficacia, como en México, no es ni mucho menos satisfactoria.
Los indígenas de toda América se han movilizado con vigor, pero las violaciones de sus derechos continúan y la impunidad es mucho mayor en estos casos que en los de los pobres no indígenas. La proliferación de la agroindustria, el auge de la minería, los megaproyectos como los embalses y las grandes carreteras, ponen en riesgo a todos los pequeños campesinos, pero sobre todo, a los indígenas y negros, en Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Guatemala, Panamá, Paraguay y Perú. Poblaciones enteras son sometidas a amenazas, acoso, desalojos forzosos, desplazamientos y homicidios.
Los últimos años han visto manifestaciones multitudinarias contra políticas de los gobiernos en todas las necesidades sociales y ambientales: acceso a la tierra, a la educación y todos los demás servicios públicos. En el 2011, las manifestaciones de protesta en el Ecuador revistieron un vigor amenazante.
En México, Centroamérica, Brasil y el Caribe las violaciones a los derechos humanos tienen como escenario las zonas pobres de sus ciudades, y como protagonistas a los delincuentes y a las fuerzas de seguridad. En Colombia una gran parte de la zona rural sufre abusos peores que en los mencionados países por parte de guerrilleros, narcotraficantes y militares, con el agravante de que las fuerzas de seguridad promueven, además, las bandas paramilitares de manera sistemática. Esta estrategia pone de relieve un nivel de corrupción que no solamente es una plaga de la fuerza pública sino que se extiende a lo largo y ancho del panorama político y económico.
Según los observadores de Amnistía Internacional, los gobiernos se rehúsan a tomar las medidas de control de dicha corrupción y se empecinan en usar las armas contra ese mal, que, sin duda alguna, desde nuestro punto de vista es un mal moral que no puede ser curado con más violencia. El resultado concreto de dicha estrategia ha sido la proliferación de todo tipo de violaciones a los derechos humanos, entre las cuales sobresalen por su doble perversión las ejecuciones extrajudiciales disfrazadas de "muertos en combate", las cuales en el caso colombiano, han sido con mucha frecuencia, objeto de recompensas y promociones dentro de las filas. Ni México, ni Brasil, ni Colombia han logrado controlar a sus fuerzas públicas, a pesar de los esfuerzos en ese sentido. La impunidad en general, pero mayor aún respecto de los militares, hace que la defensa de los derechos humanos, además de los riesgos ya señalados, se convierta en una actividad sospechosa para las sociedades engañadas por los medios de comunicación masiva y que los defensores de derechos humanos pasen a ser tratados como enemigos públicos y en el peor de los casos terroristas de cuello blanco.
En medio de este panorama poco alentador de ignorancia afectada y desprecio alevoso de los derechos humanos, las mujeres y los niños llevan la peor parte. No hay una consciencia clara ni de la dimensión ni de los alcances de la violencia contra los infantes y los niños pequeños, lo mismo que contra la mujer.
Y en este fenómeno se va de la violencia doméstica y de impronta sexual a la violencia antifemenina como arma de guerra.
El apostolado social
La respuesta de la Compañía de Jesús a estos desafíos de nuestros pueblos ha sido múltiple y en muchos casos heroica, como corresponde a la complejidad de los problemas enunciados. Sus vertientes han sido el análisis de las dificultades y la acción correspondiente, dentro de las particularidades de cada país, en muchas ocasiones hasta el martirio.
De todo lo anterior se desprende una primera conclusión: la defensa a rajatabla de la dignidad humana es una prioridad, que es, además, una marca original jesuítica. Somos herederos de la época autodenominada humanista. Nuestras sociedades, en cambio, encuentran difícil escapar al materialismo que cosifica al ser humano: la economía y la política hegemónicas en el mundo de hoy tienden a esa tecnificación sin alma que robotiza a mujeres y hombres y los vuelve esclavos de sus propias máquinas. La respuesta es, sin duda, la espiritualización. Hace algunos años Ricardo Antoncich S. J. nos exhortaba a cultivar la espiritualidad de la liberación. Y en ese campo nuestro carisma original es óptimo: hay que llegar y arrastrar al mundo a la contemplación para alcanzar amor. Lo cual, desde luego, presupone la purificación personal y social que describe el Padre Ignacio en su librito magistral.
La segunda conclusión es que esa defensa del humanismo, entendido como el cuidado amoroso de la dignidad humana, tiene una prioridad: la defensa de los más débiles. Ya vimos como Latinoamérica está marcada por una desigualdad descomunal, y por una violación escandalosa e impune de los derechos humanos de numerosas poblaciones. Parodiando a un mandatario colombiano que se refería a la corrupción, "tenemos que reducir la desigualdad a sus justas proporciones". Me parece que este es el significado profundo de la preferencia por los pobres. No basta con satisfacer, por un momento, una necesidad básica. Eso es humanitarismo, que es insuficiente. Hay que comenzar por montar el sistema que provea a todas las necesidades básicas de los pobres. Sin ese humanismo integral no hay vida digna.
Los dos desafíos requieren soluciones que van a contrapelo de la cultura dominante, poseída por los medios de comunicación y el consumismo homogeneizador. Los dos factores combinados oscurecen y empobrecen la consciencia individual con la falsa apariencia de su ampliación a escala global. Esa circunstancia hace más difícil la interiorización que sirve de base a la espiritualidad profunda, la cual es, a su vez, la única forma de prevenir o curar la extroversión banalizadora. Tenemos que conectarnos con el Espíritu, no con Internet.
Así mismo, sin esa consciencia ampliada es inútil esperar que sintamos ninguna responsabilidad por los demás, y en especial por los más necesitados. La alienación que nos mantiene conectados con todo el mundo, nos hace ignorar y descuidar a los que tenemos a nuestro lado, sobre todo, cuando a éstos les negamos la voz y el voto en nuestra sociedad. O peor aún, cuando consideramos que son poblaciones superfluas y por tanto desechables, como viene pensando una parte significativa de los privilegiados inconscientes desde los tiempos de Malthus. No podemos considerarnos ajenos a esta tentación egoísta que ignora la solidaridad y nos encierra en nuestro pequeño mundo. El clamor de los pobres en Latinoamérica es la revelación de Cristo para nosotros. Y el atender ese clamor y responder con amoroso cuidado es el camino que nos lleva hacia Dios.
Centro de Investigación y Educación Popular, Cinep Bogota, Colombia
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