INTRODUCCION
Jacques de Molay (nace en el 1243 y muere el 19 de marzo de 1314). Noble franco y último Gran Maestre de la Orden del Temple. Miembro de la familia de Longwy-Rohan, originario de Francia, fue elegido Jacques de Molay como Gran maestre del Temple al final de 1292 a la muerte del monje Gaudin, siendo entonces Mariscal de la Orden.
Organizó, entre 1293 y 1305, múltiples expediciones contra los musulmanes y logró entrar en Jerusalén en el año 1298.
En 1307, contando con el respaldo del Papa Clemente V, el rey Felipe IV de Francia ordena la detención de Jacques de Molay bajo la acusación de sacrilegio contra la Santa Cruz, herejía e idolatria. Molay confesó bajo tortura y murió en la hoguera en la isla de los Judíos en París frente a la Catedral de Notre Dame, el 11 de marzo de 1314, después de haber pasado varios años en prisión y haber aguantado los más horribles sufrimientos. Antes de morir se retractó públicamente de cuantas acusaciones se había visto obligado a admitir, proclamó la inocencia de la Orden y maldijo a los culpables de la conspiración. En el plazo de un año, dicha maldición se cumplió con la muerte de Felipe IV y de Clemente V por causas naturales.
Era un militar más que un político, lo que va a traer consecuencias en la caída de la Orden; ¿pero incluso un diplomático sagaz habría podido, ante los "juristas" de Felipe el Hermoso, salvar a la Orden?
LOS ULTIMOS AÑOS DEL TEMPLE
El khan de los Tártaros Mongoles, Kazan, se unió al rey de Armenia para declarar la guerra al sultán de Egipto. En 1299, propuso a los Templarios y Hospitalarios de volverles la Tierra Santa (en cuanto la conquistare) si se asociaban a su empresa. Templarios y Hospitalarios aumentan tropas, y participan en una gran victoria contra el sultán de Egipto. Encuentran la Tierra Santa y las ciudades que han dejado diez años antes, pero sin fortificaciones. Empiezan a fortalecer las murallas de Jerusalén cuando el Khan abandona el terreno conquistado para ir a Persia a someter una rebelión.
Templarios y Hospitalarios están de nuevo solos ante el sultán de Egipto, y a pesar de sus llamadas urgentes a Occidente, donde su retorno a Jerusalén causó una explosión de alegría, los refuerzos tardan en venir. Para evitar una matanza como la de San Juan de Acre, se ven obligados a dejar la ciudad santa, y a volver a Chipre. El sueño de una Jerusalén cristiana definitivamente esta terminado. En Chipre, las dos Órdenes están en estrecho vínculo. El rey de la isla, descendiente del Conde de Lusignan, les prohibió adquirir propiedades, por temor a que le disputen su poder, como lo hicieron con los reyes de Jerusalén.
Los Hospitalarios se apoderan de Rodas, y allí instalan su cuartel general. Intentan los Templarios establecerse en Sicilia, cuyo soberano se propone utilizarlos para una expedición contra Grecia. El templario Roger, que dirige este cuerpo expedicionario, se apodera de Atenas, avanza hacia el Hellesponto, devasta una parte de la Tracia. En la expedición, los Templarios dejan de lado a las ciudades caídas en su poder; solo guardan para ellos las riquezas de los botines. Riquezas que, torpemente adquirirán, mientras que se les acusare que no han sabido mantener Tierra Santa, insinuando que esta se había vuelto demasiado pobre para ellos... En 1306, a petición del papa Clemente V, que tiene el proyecto de hacer de los Templarios una milicia pontifical, el cuartel general del Templo se transfiere a París.
Los reveses de la séptima cruzada aceleraron la caída del imperio latino en el Este. El Vaticano quiso intentar un último esfuerzo: tuvo el pensamiento de reunir en una única estructura las Órdenes del Temple y el Hospital. Grégoire X armó un concilio en Lyon el 7 de mayo de 1274, dónde se debía tratar esta cuestión. La propuesta se rechazó, en previsión de la oposición del rey de Castilla y el rey Santiago de Aragón.
Accon, (Acre), el último lugar de la Cristiandad, cayó bajo el poder de los Alforfones el 16 de junio de 1291 donde los principales nobles de Beaujeu murieron con quinientos caballeros. Dieciocho Templarios y dieciséis Hospitalarios escaparon solo a la masacre. El rey Baudouin había tomado acre o Accon en 1104; Saladin se apoderó en 1187. Los cruzados reanudaron el ataque sobre los Alforfones en 1191; permaneció en poder de los cristianos hasta el 16 de junio de 1291 siendo el principal puerto de los Templarios. El papa Nicolás IV aceleró la convocatoria a un concilio en Salzburgo, con el fin de advertir a los nobles de llevar ayuda a la Tierra Santa.
La opinión general era que si las Órdenes militares, si el pueblo hubiera reunido todos sus esfuerzos en vez de dividirse por intereses, si todo el mundo hubiera hecho su deber, no se habría perdido la ciudad Santa. Nicolás IV no había perdido toda esperanza; enviados mongoles habían venido con el fin de contratar una alianza contra los Alforfones. El concilio de Salzburgo decidió que era absolutamente necesario reunir en solamente una a las tres Órdenes militares bajo una norma uniforme, y llamar al rey de los Romanos y los otros príncipes a la defensa de la Tierra Santa. Nicolás IV se murió sin haber podido emprender nada de esto.
El propio Gran Maestre Molay se mostrará hostil a este proyecto de fusión. Lo declarará imposible, debido a los celos que dividían al Temple y al Hospital. La fusión de las dos Órdenes del Temple y el Hospital habrían salvado al Temple. Esta obstinación de los Templarios fue una de las causas de su pérdida; se los acusó que sacrificaran la Tierra Santa a pequeños celos, a intereses puramente materiales. Consideramos que los que se opusieron a la reunión de las dos Órdenes, que los que no prosiguieron la puesta a ejecución de esta medida que se han convertido en necesaria, carecieron de sentido político, porque estas dos Órdenes reunidas, con sus inmensas riquezas, su valor militar, podían crear en las islas del Levante y Grecia un extenso imperio marítimo, decidir el desarrollo de las flotas musulmanes, impedir el suministro de las costas de Siria, dominar los mares, preparar a Francia un futuro inmenso de relaciones comerciales y políticas. La utilidad de esta fusión ya había afectado al espíritu de Luís IX, esto es lo que se deduce de una carta de Molay dirigida a Clemente V en 1307.
LA CAIDA DEL TEMPLE Y SU GRAN MAESTRE
Último Gran Maestre de los Templarios, Jacques de Molay, nacido hacia 1245 en el castillo de Rahon (Alta Sajonia), obtenía su origen de los Majestad de Longwy y su nombre de un pequeño pueblo dependiente de esta tierra. Hacia el año 1265, fue admitido, aún muy joven, en la Orden de los Templarios y fue recibido por Imbert de Peraud, noble de Francia y Poitou, en la capilla del Temple, en Beaune. Llegado a Palestina, se distinguió en las batallas. A la muerte de Beaujeu, aunque Molay no estaba en Europa, una elección unánime lo nombró Gran Maestre. Se encontró en 1299 en la reconquista de Jerusalén por los Cristianos. Forzado a retirarse en la isla de Arad y de allí en la isla de Chipre, iba a reunir nuevas fuerzas para vengar los reveses de las armas cristianas, cuando el papa lo llamó a Francia (1305).
Llegado con 60 caballeros y un tesoro muy considerable, fue recibió en Francia con distinción por Felipe el Hermoso, que lo eligió como padrino de uno de sus hijos. La política que preparaba la destrucción de la Orden, había dado como pretexto el proyecto de reunir la orden del Temple y del Hospital. El plan de esta destrucción, concertada por el rey y sus agentes, se ocultó con tanta discreción, que el 13 de octubre de 1307 se pudo detener a todos los Templarios a la misma hora en toda Francia. La operación fue conducida por Nogaret, él mismo que detuvo a los 140 Templarios de París. Este oscuro personaje originario del Languedoc, era consejero del rey. La víspera de la detención, el Gran Maestre había llevado las condolencias a la ceremonia de entierro de la princesa Catherine, heredera del Imperio de Constantinopla, casa del Conde de Valois.
Luego de la detención de los caballeros y del Gran Maestre, los destinos de ellos estuvieron vinculados a los de la Orden en general. Se sabe que algunos cruzados franceses habían instituido esta Orden en 1118, con el único objetivo de proteger y defender a los peregrinos que viajaban a los santos lugares. La nobleza y la valentía de los caballeros, la utilidad y la gloria de su institución, los volvieron aconsejables a partir de su origen. Sus estatutos se elaboraron en el concilio de Troyes (14 de enero 1128); y, durante dos siglos, los privilegios concedidos por los papas, el reconocimiento de los reyes, de los grandes y del pueblo, la autoridad y el crédito que aumentaban cada día las hazañas y las grandes riquezas de los Templarios, hicieron a la Orden la más potente de la Cristiandad.
Escudo del Gran Maestre de Molay
Difícil era evitar excitar los celos, incluso de los reyes, ya que en las altas esferas donde se habían elevado, era difícil que todos los jefes y todos los caballeros se mantuvieran siempre y por todas partes en una sabia moderación que habría podido prevenir o desarmar el deseo y el odio. Desgraciadamente para la Orden, el rey de Francia tuvo varios motivos para atacarla y el principal quizás, fue la escasez en el tesoro real, lo cual psicológicamente le permitió que sea menos difícil la decisión sobre los medios de apropiarse de los bienes de la Orden. Al momento en que se detuvieron al Gran maestre y a todos los caballeros que estaban con él en el palacio del Temple en París, el rey ocupó este palacio y se apoderó de sus posesiones y sus riquezas. Al detener a los otros caballeros en las distintas partes de Francia, se embargan también sus bienes. Los inquisidores procedieron inmediatamente con su labor contra todos los caballeros interrogándolos por medio de torturas, y amenazándolos con otras aun peores. Por todas partes, arrancaron entre los caballeros el consentimiento de algunos de los crímenes, avergonzados de los que se los acusaba que ofendían a la vez la naturaleza y la religión.
A las amenazas se adjuntaban medios de seducción para obtener los consentimientos que debían justificar los rigores de las medidas empleadas. Al principio de los procedimientos, treinta y seis caballeros se habían muerto en París bajo las torturas. Felipe el Hermoso puso en uso todos los medios que podía para desprestigiar a la Orden y a los caballeros en la opinión pública. El papa, creyendo su propia autoridad herida por los agentes del rey, en primer lugar había reclamado para si el juzgamiento de los caballeros. Felipe supo pronto calmar los escrúpulos del pontífice. La facultad de teología de París aplaudió las medidas del rey, y una asamblea convocada en Tours (24 de marzo 1308), explicándose en nombre del pueblo francés, pidió el castigo de los acusados, y declaró al rey que no tenía necesidad de la intervención del papa para castigar herejes, obviamente culpables. Se envió a Jacques de Molay con otros jefes de la Orden al papa, para explicarse ante él, pero se detuvo su marcha en Chinon, donde vinieron cardenales a interrogarlos. Los historiadores creyeron que Felipe el Hermoso había obtenido la tiara para Clemente V, imponiéndole distintas condiciones, una de las cuales era la abolición de la Orden. En el primer juicio, un enorme número de caballeros hicieron los consentimientos exigidos; y se cree generalmente que hasta el propio Gran Maestre cedió, como éstos, o al temor a los tormentos y la muerte, o a la esperanza que obtendría algunas condiciones favorables para la Orden, si no resistían a los proyectos de la política del rey.
Sin embargo el papa, obligado a dar una apreciación jurídica a los medios violentos que debían traer la destrucción de la Orden, convocó en 1308 un concilio en Viena para 1310 (él que se haría finalmente en 1311), y nombró a una comisión que viajó a París, con el fin de tomar contra la Orden en general un testimonio necesario e incluso indispensable para justificar la decisión del concilio. Felipe IV llevo a Jacques de Molay en presencia de estos Comisarios del papa, y en lengua vulgar le explico, las partes del procedimiento. Cuando escucho la lectura de unas cartas apostólicas que suponían que había hecho en Chinon algunos consentimientos, manifestó su asombro y su indignación contra tal aserción. Un gran número de Templarios aparecieron después de su jefe. El asunto tomó entonces un carácter imponente y extraordinario; los caballeros se mostraron dignos de la Orden y de ellos mismos, y de las grandes familias a las cuales tenían el honor de pertenecer. La mayoría de los que, forzados por los tormentos o el temor, habían hecho consentimientos delante de los inquisidores, los revocaron delante de los Comisarios del papa. Se compadecieron altamente de las crueldades que se habían ejercido hacia ellos, y declararon en términos enérgicos querer defender a la Orden hasta la muerte, de cuerpo y alma, delante y contra todos, contra todo hombre vivo, excepto el papa y el rey.
Los asuntos de los Templarios parecían estar pues en buena vía. Hacia la primavera de 1310, la Orden había encontrado en París una legión de partidarios, representados por fiscales regulares. Para los que querían obstruir la verdad, solo era tiempo de actuar. Actuaron, en efecto y no se habían imaginado aún nada tan escandaloso como los argumentos que utilizarían. Aprovecharon los pleitos que existían en paralelo contra la Orden y contra sus miembros, y de los jueces que asustaban mortalmente a los testigos del pleito contra la Orden. El juicio a la Orden en París pertenecía, en virtud de las cartas del papa, al concilio provincial, presidido por el arzobispo metropolitano de París. Ahora bien, el arzobispo era el hermano de uno de los principales Ministros del Rey, Enguerrand de Marigny y fue el que armó en París al concilio de su provincia. Este tribunal de investigación tenía el derecho a condenar sin oír a los acusados y a establecer sus sentencias de la noche a la mañana. Los fiscales de los presos comprendieron la terrible amenaza implicada en la brusca convocatoria de esta asamblea. Se lo indicaron, a partir del 10 de mayo de 1310, a la comisión pontifical. Pero el Presidente de dicha comisión, el arzobispo de Narbonne, se retiró en cuanto denunciaron el atentado proyectado de ejecución de los Templarios.
Se los declaró heréticos, y entregados a la justicia secular y se condenaron al fuego a todos los que persistieron en sus retractaciones. Los que nunca habían hecho consentimientos y que no quisieron hacerlo se los condenó a la detención perpetua, como caballeros no reconciliados. En cuanto a los que no se retractaron de las torpezas imputadas a la Orden, fueron puestos en libertad, recibieron la absolución y fueron nombrados Templarios reconciliados. Para acusar, preguntar, juzgar a los supuestos culpables, condenarlos a las llamas y hacer todo el juicio, basto el tiempo que pasó del lunes 11 de mayo al día siguiente a la mañana.
54 caballeros fallecieron en París ese día, condenados como culpables por el arzobispo, se los amontonaron en carros, y fueron quemados públicamente entre Vincennes y Moulin-à-Vent de París, fuera de la puerta Saint- Antoine.
El procedimiento indica nominativamente algunos de los caballeros que sufrieron este honorable suplicio. Entre ellos, Gaucerand de Buris, Guido de Nici, Martin de Nici, Gaultier de Bullens, Jacques de Sansy, Enrique de Anglesy, Laurent de Beaune, Raoul de Estremecid. Todos los historiadores que hablaron del suplicio de los caballeros del Temple certificaron la noble entereza que pusieron de manifiesto hasta la muerte: Entonaron los santos cánticos y haciendo frente a los tormentos con un valor caballeresco y una dimisión religiosa, se mostraron dignos de la piedad de sus contemporáneos y la admiración de la posteridad. Un cronista de ese tiempo dijo que los caballeros "Sufrieron con una constancia que puso sus almas en gran peligro de condenación eterna, ya que indujo al pueblo ignorante a darlos por inocentes".
No era ya posible mantener la menor ilusión sobre la libertad de la defensa. Dos de los fiscales elegidos, sobre cuatro, habían desaparecido. La comisión reanudó el día 13, la irónica comedia de sus sesiones en la capilla Saint- Éloi. Pero se cambiaba algo desde la víspera. La aparición del primer testigo quien se presentó, era un caballero de la diócesis de Langres, Aimery de Villiers-le-Duc, un viejo de una cincuentena de años, templario desde hacia veintiocho años. Cuando se le leían los actos de acusación, se paró, pálido y como aterrado, protestando que si mentía, quería ir derecho al infierno por muerte súbita, golpeándose el pecho con sus puños, elevando los brazos hacia el altar, las rodillas en tierra y dijo "Reconocí, algunos artículos debido a torturas que me infligieron los jueces Marcilly y Hugues, caballeros del rey, pero todo es falso. Ayer, vi cincuenta y cuatro de mis hermanos, en los furgones, en marcha para la hoguera, porque no quisieron reconocer nuestros supuestos errores; pensé que no podría nunca resistir al terror del fuego. Reconocí todo, lo siento; reconocería que maté a Dios, si se quería". Luego suplicó a los Comisarios y a los notarios no repetir lo que acababa de decir a sus encargados, por temor a que se lo quemara también. Esta declaración trágica hizo bastante impresión sobre la gente del papa para que se decidieran a suspender temporalmente el proceso. No reanudaron sus operaciones, en adelante ficticias, hasta después de seis meses de interrupción.
Los testigos oídos a partir de diciembre de 1310 fueron todos Templarios reconciliados por los sínodos provinciales, es decir, sometidos, que aparecieron "sin manto y con barba afeitada". Cuando la investigación se cerró finalmente, se expidió dos ejemplares para servir a la edificación de los padres del próximo concilio de Viena. Son dos cientos diecinueve hojas de una escritura uniforme. El concilio de Viena, prorrogado en sucesivas ocasiones, había sido fijado para el mes de octubre de 1311 el mismo día del aniversario de la detención, cuatro años antes, de los Templarios en toda Francia. Clemente V empleó los meses que precedieron, contra aquéllos que había condenado por adelantado, con un inmenso arsenal de pruebas. Sabía que se decía generalmente en Occidente: "los Templarios negaron las acusaciones en todas partes, excepto los que lo hicieron bajo las amenazas del rey de Francia". Era necesario cortar estos rumores; es con este fin que entonces el papa redactó las bulas para exhortar a los reyes de Inglaterra y Aragón a emplear la tortura, a pesar de los hábitos locales de sus reinos, que prohibían este procedimiento. Se expidieron órdenes de tortura también, a último momento, en Chipre y Portugal. Es así como hubo derramamientos de sangre mártir. Tenemos el relato de los suplicios infligidos en agosto y septiembre de 1311, por el obispo de Nimes y el arzobispo de Pisa; estos prelados solo enviaron al papa, las declaraciones de su agrado; silenciaron los testimonios de los obstinados.
El obispo de Angers, convocado al concilio ecuménico de Viena al igual que los prelados de la Cristiandad, redactó su "dictamen" por escrito, en estos términos: "Hay diferentes opiniones con respecto a los Templarios; los unos quieren destruir a la Orden sin demora, debido al escándalo que suscitó en la Cristiandad y debido a los dos mil testigos que certificaron sus errores; los otros dicen que es necesario permitir a la Orden presentar su defensa, porque es malo cortar un miembro tan noble de la Iglesia sin debate previo. Eh bien, creo, por mi parte, que nuestro señor el papa, abrasivo de su plena potencia, debe suprimir ex officio a una Orden que, tanto como pudo, puso el nombre cristiano en ojos de los incrédulos y que hizo dudar a los fieles en la estabilidad de su fe”. Por supuesto que un obispo, famoso monárquico, había querido destacarse en el momento de la apertura del pleito, he aquí cómo la cuestión de la culpabilidad del Temple se habría planteado a su conciencia.
Durante la lectura de los procedimientos hechos contra la Orden, 9 caballeros se presentaron como delegados de 1500 a 2000 miembros, y ofrecieron tomar la defensa de la Orden acusada. La augusta asamblea se esperaba este último acto de equidad, interés o piedad. Ahora bien el papa les hizo poner las cadenas, y estos mandatarios no pudieren defender a la Orden, aunque los miembros del concilio opinaran que debían oírlos. Clemente V presumió de este acto en una carta del 11 de noviembre de 1311 dirigida al rey. La sesión se terminó precipitadamente pues el incidente no tuvo otra consecuencia. La Orden del Temple era acusada de ser por entero corrompida por supersticiones impías. Después de los formularios de investigación pontificales, que contienen hasta ciento veintisiete rúbricas, se acusaba, en particular, de imponer a sus neófitos, antes de su recepción, insultos variados al crucifijo, besos obscenos, y autorizar la sodomía. Los sacerdotes Templarios, al celebrar la misa, habrían omitido voluntariamente consagrar las hostias; no habrían creído en la eficacia de los sacramentos. Finalmente se habrían dedicado los Templarios a la adoración de un ídolo (con forma de cabeza humana) o de un gato; habrían llevado noche y día, sobre sus camisas, cuerdecitas encantadas por el contacto de este ídolo. Tales eran las acusaciones principales.
Otra acusación era que el Gran maestre y los otros funcionarios de la Orden, aunque no fueran sacerdotes, se habrían creído con el derecho de absolver a los hermanos de sus pecados; los bienes se adquirían indignamente, las limosnas era mal distribuidas. La acusación representaba todos estos crímenes tal como controlados por una Norma Secreta. Por supuesto que los funcionarios del rey Felipe practicaron en todos los "Templos" de Francia severos registros, con el fin de descubrir objetos comprometedores, es decir: 1° ejemplares de la Norma Secreta; 2° los ídolos; 3° los libros heréticos.
La lectura de los inventarios nos enseña que no encontraron más que algunas obras de piedad y libros de contabilidad y ejemplares de la norma irreprochable de San Bernardo. En París, Pidoye, administrador de los bienes secuestrados, presentó a los Comisarios de la Investigación "una cabeza de mujer en un manto dorado, que contenía fragmentos de cráneo envueltos en una ropa". Era uno de estos relicarios como tenían en la mayoría de los tesoros eclesiásticos del siglo XIII; se exponía, seguramente, los días festivos, a la veneración de los Templarios.
La investigación no presentó pues contra la Orden ningún documento material, o sea a ningún "testigo mudo". Toda la prueba se basa en testimonios orales. Pero las declaraciones, tan numerosas que son, pierden todo valor si se considera que fueron arrancadas por el procedimiento inquisitorial. La palabra de Aimery de Villiers-le-Duc es decisiva: "Reconocería que maté a Dios". Solo queda pues por examinar los hechos abogados por la opinión de la sensatez. Si los Templarios habían practicado realmente los ritos y las supersticiones que se les asigna, habrían sido sectarios y entonces se habría encontrado entre ellos, como en todas las comunidades heterodoxas, entusiastas para afirmar su fe pidiendo participar en las alegrías místicas de la persecución. Ahora bien, no hay un templario, durante el pleito, que no se obstinó en los errores de su pretendida secta. Todos los que reconocieron la negación y la idolatría se hicieron absolver. ¡Cosa sorprendente, la doctrina herética del Temple no habría tenido un martirio!, ya que los centenares de caballeros y hermanos sargentos que se murieron en el tormento de la prisión, entre las manos del torturador, o sobre la hoguera, no se sacrificaron por sus creencias; les gustó mejor morir que reconocer, o, después de haber reconocido por fuerza, que persistir en sus confesiones. Se supuso que los Templarios eran Cataros; pero los Cataros, como los antiguos monjes de Asia, tenían la pasión del suplicio; en el tiempo mismo de Clemente V, los "dolcinitas" de Italia se sentían consolidados milagrosamente por la proclamación repetida y frenética de sus doctrinas. En los Templarios, no hay alegría consagrada, no hay triunfo en presencia del verdugo. Es una negación que tienen muy reservada. Si los Templarios se habían entregado realmente a los excesos, no sólo monstruosos, sino que estúpidos, que se les acusaron, todos, preguntados sucesivamente y forzados confesar, habrían descrito estos excesos de la misma manera. Cuando hablan de las ceremonias legítimas de la Orden, varían en gran parte, al contrario de las confesiones de los pretendidos rituales blasfemos.
No era ya posible mantener la menor ilusión sobre la libertad de la defensa. Dos de los fiscales elegidos, sobre cuatro, habían desaparecido. La comisión reanudó el día 13, la irónica comedia de sus sesiones en la capilla Saint- Éloi. Pero se cambiaba algo desde la víspera. La aparición del primer testigo quien se presentó, era un caballero de la diócesis de Langres, Aimery de Villiers-le-Duc, un viejo de una cincuentena de años, templario desde hacia veintiocho años. Cuando se le leían los actos de acusación, se paró, pálido y como aterrado, protestando que si mentía, quería ir derecho al infierno por muerte súbita, golpeándose el pecho con sus puños, elevando los brazos hacia el altar, las rodillas en tierra y dijo "Reconocí, algunos artículos debido a torturas que me infligieron los jueces Marcilly y Hugues, caballeros del rey, pero todo es falso. Ayer, vi cincuenta y cuatro de mis hermanos, en los furgones, en marcha para la hoguera, porque no quisieron reconocer nuestros supuestos errores; pensé que no podría nunca resistir al terror del fuego. Reconocí todo, lo siento; reconocería que maté a Dios, si se quería". Luego suplicó a los Comisarios y a los notarios no repetir lo que acababa de decir a sus encargados, por temor a que se lo quemara también. Esta declaración trágica hizo bastante impresión sobre la gente del papa para que se decidieran a suspender temporalmente el proceso. No reanudaron sus operaciones, en adelante ficticias, hasta después de seis meses de interrupción.
Los testigos oídos a partir de diciembre de 1310 fueron todos Templarios reconciliados por los sínodos provinciales, es decir, sometidos, que aparecieron "sin manto y con barba afeitada". Cuando la investigación se cerró finalmente, se expidió dos ejemplares para servir a la edificación de los padres del próximo concilio de Viena. Son dos cientos diecinueve hojas de una escritura uniforme. El concilio de Viena, prorrogado en sucesivas ocasiones, había sido fijado para el mes de octubre de 1311 el mismo día del aniversario de la detención, cuatro años antes, de los Templarios en toda Francia. Clemente V empleó los meses que precedieron, contra aquéllos que había condenado por adelantado, con un inmenso arsenal de pruebas. Sabía que se decía generalmente en Occidente: "los Templarios negaron las acusaciones en todas partes, excepto los que lo hicieron bajo las amenazas del rey de Francia". Era necesario cortar estos rumores; es con este fin que entonces el papa redactó las bulas para exhortar a los reyes de Inglaterra y Aragón a emplear la tortura, a pesar de los hábitos locales de sus reinos, que prohibían este procedimiento. Se expidieron órdenes de tortura también, a último momento, en Chipre y Portugal. Es así como hubo derramamientos de sangre mártir. Tenemos el relato de los suplicios infligidos en agosto y septiembre de 1311, por el obispo de Nimes y el arzobispo de Pisa; estos prelados solo enviaron al papa, las declaraciones de su agrado; silenciaron los testimonios de los obstinados.
El obispo de Angers, convocado al concilio ecuménico de Viena al igual que los prelados de la Cristiandad, redactó su "dictamen" por escrito, en estos términos: "Hay diferentes opiniones con respecto a los Templarios; los unos quieren destruir a la Orden sin demora, debido al escándalo que suscitó en la Cristiandad y debido a los dos mil testigos que certificaron sus errores; los otros dicen que es necesario permitir a la Orden presentar su defensa, porque es malo cortar un miembro tan noble de la Iglesia sin debate previo. Eh bien, creo, por mi parte, que nuestro señor el papa, abrasivo de su plena potencia, debe suprimir ex officio a una Orden que, tanto como pudo, puso el nombre cristiano en ojos de los incrédulos y que hizo dudar a los fieles en la estabilidad de su fe”. Por supuesto que un obispo, famoso monárquico, había querido destacarse en el momento de la apertura del pleito, he aquí cómo la cuestión de la culpabilidad del Temple se habría planteado a su conciencia.
Durante la lectura de los procedimientos hechos contra la Orden, 9 caballeros se presentaron como delegados de 1500 a 2000 miembros, y ofrecieron tomar la defensa de la Orden acusada. La augusta asamblea se esperaba este último acto de equidad, interés o piedad. Ahora bien el papa les hizo poner las cadenas, y estos mandatarios no pudieren defender a la Orden, aunque los miembros del concilio opinaran que debían oírlos. Clemente V presumió de este acto en una carta del 11 de noviembre de 1311 dirigida al rey. La sesión se terminó precipitadamente pues el incidente no tuvo otra consecuencia. La Orden del Temple era acusada de ser por entero corrompida por supersticiones impías. Después de los formularios de investigación pontificales, que contienen hasta ciento veintisiete rúbricas, se acusaba, en particular, de imponer a sus neófitos, antes de su recepción, insultos variados al crucifijo, besos obscenos, y autorizar la sodomía. Los sacerdotes Templarios, al celebrar la misa, habrían omitido voluntariamente consagrar las hostias; no habrían creído en la eficacia de los sacramentos. Finalmente se habrían dedicado los Templarios a la adoración de un ídolo (con forma de cabeza humana) o de un gato; habrían llevado noche y día, sobre sus camisas, cuerdecitas encantadas por el contacto de este ídolo. Tales eran las acusaciones principales.
Otra acusación era que el Gran maestre y los otros funcionarios de la Orden, aunque no fueran sacerdotes, se habrían creído con el derecho de absolver a los hermanos de sus pecados; los bienes se adquirían indignamente, las limosnas era mal distribuidas. La acusación representaba todos estos crímenes tal como controlados por una Norma Secreta. Por supuesto que los funcionarios del rey Felipe practicaron en todos los "Templos" de Francia severos registros, con el fin de descubrir objetos comprometedores, es decir: 1° ejemplares de la Norma Secreta; 2° los ídolos; 3° los libros heréticos.
La lectura de los inventarios nos enseña que no encontraron más que algunas obras de piedad y libros de contabilidad y ejemplares de la norma irreprochable de San Bernardo. En París, Pidoye, administrador de los bienes secuestrados, presentó a los Comisarios de la Investigación "una cabeza de mujer en un manto dorado, que contenía fragmentos de cráneo envueltos en una ropa". Era uno de estos relicarios como tenían en la mayoría de los tesoros eclesiásticos del siglo XIII; se exponía, seguramente, los días festivos, a la veneración de los Templarios.
La investigación no presentó pues contra la Orden ningún documento material, o sea a ningún "testigo mudo". Toda la prueba se basa en testimonios orales. Pero las declaraciones, tan numerosas que son, pierden todo valor si se considera que fueron arrancadas por el procedimiento inquisitorial. La palabra de Aimery de Villiers-le-Duc es decisiva: "Reconocería que maté a Dios". Solo queda pues por examinar los hechos abogados por la opinión de la sensatez. Si los Templarios habían practicado realmente los ritos y las supersticiones que se les asigna, habrían sido sectarios y entonces se habría encontrado entre ellos, como en todas las comunidades heterodoxas, entusiastas para afirmar su fe pidiendo participar en las alegrías místicas de la persecución. Ahora bien, no hay un templario, durante el pleito, que no se obstinó en los errores de su pretendida secta. Todos los que reconocieron la negación y la idolatría se hicieron absolver. ¡Cosa sorprendente, la doctrina herética del Temple no habría tenido un martirio!, ya que los centenares de caballeros y hermanos sargentos que se murieron en el tormento de la prisión, entre las manos del torturador, o sobre la hoguera, no se sacrificaron por sus creencias; les gustó mejor morir que reconocer, o, después de haber reconocido por fuerza, que persistir en sus confesiones. Se supuso que los Templarios eran Cataros; pero los Cataros, como los antiguos monjes de Asia, tenían la pasión del suplicio; en el tiempo mismo de Clemente V, los "dolcinitas" de Italia se sentían consolidados milagrosamente por la proclamación repetida y frenética de sus doctrinas. En los Templarios, no hay alegría consagrada, no hay triunfo en presencia del verdugo. Es una negación que tienen muy reservada. Si los Templarios se habían entregado realmente a los excesos, no sólo monstruosos, sino que estúpidos, que se les acusaron, todos, preguntados sucesivamente y forzados confesar, habrían descrito estos excesos de la misma manera. Cuando hablan de las ceremonias legítimas de la Orden, varían en gran parte, al contrario de las confesiones de los pretendidos rituales blasfemos.
El 18 de marzo de 1314, fueron llevados los cuatro caballeros al pórtico de Notre Dame para escuchar la frase, a saber el "muro", la detención a perpetuidad. Molay y Charnay fueron sostenidos en andas hasta allí, estaban en prisión desde hacia siete años. En su Historia de los caballeros Hospitalarios de San Juan de Jerusalén, el abad de Vertot afirma que en el momento en que todos sus jueces y toda París esperaban ver a Jacques de Molay confirmar públicamente sus supuestos consentimientos, "se sorprendieron cuando este preso sacudió las cadenas que lo dominaban, avanzó hasta el borde del andamio, luego, elevando la voz para que se oyera mejor, dijo: es bien justo, que en un tan terrible día, y en los últimos momentos de mi vida, descubra toda la iniquidad de la mentira, y que se haga triunfar a la verdad. Declaro pues, a la cara del cielo y la tierra, y reconozco aunque a mi vergüenza eterna, que cometí el más grande de todos los crímenes; pero solo esto conviniendo de los que se imputa con tanto negrura, a una Orden que la verdad me obliga hoy a reconocer inocente. Ni siquiera hice la declaración que se exigía de mí para suspender los dolores excesivos de la tortura, y para convencer a aquéllos que me los hacían sufrir. Sé los suplicios que se hizo sufrir a todos los que tuvieron el valor de revocar una confesión similar. Pero el terrible espectáculo que se me presenta no es capaz de hacerme confirmar una primera mentira por vez segunda, con una condición tan infame: renunciar a una vida que no me es ya demasiado odiosa. ¿Y de qué me serviría prolongar tristes días que solo debería a la calumnia?”.
Famoso por su nacimiento que lo hacía padre del rey, Geoffroy de Charnay, Maestre de Normandía y hermano del delfín de Auvernia, confirmó esta declaración y se asoció al arrepentimiento del Gran Maestre. Los dos caballeros restantes presentes persistieron en sus consentimientos. Como la muchedumbre se removia, los cardenales, compartiendo el desorden común y no atreviéndose a no decidir la suerte de los reclusos, suministraron sin demora al preboste de París a los dos confesores tardíos de la verdad; se avisó al rey, y el consejo armado al momento los condenó a la muerte, sin reformar la frase de los Comisarios del papa y sin hacer pronunciar a ningún tribunal eclesiástico. La noche del mismo día, un andamio se elaboró, en la isla de la Ciudad, en frente del muelle de los Agustinos. Los dos caballeros, Molay y Charnay, subieron sobre la hoguera, que se encendió, y se los quemó a fuego lento. Similar a los mártires que celebraban las alabanzas de Dios, Jacques de Molay cantaba los himnos en medio de las llamas. Mézeray informó que se oyó al Gran Maestre decir: ¡"Juez inicuo y cruel verdugo! te convido a comparecer, en cuarenta días, ante el tribunal del soberano juez". Algunos escriben, que remitió igualmente al rey a comparecer en un año. Quizás la muerte de este príncipe, y la del papa, que llegaron precisamente en los mismos términos, dio lugar a la historia de esta maldición. Otra leyenda afirmará más tarde que el Gran Maestre del Temple habría expresado: ¡"Malditos! ¡Malditos! serán todos malditos hasta la decimotercera generación de sus razas!... ". Todo el mundo dio lágrimas a tan trágico espectáculo, y se afirma que personas devotas recogieron las cenizas de estos dignos caballeros. Si estas clases de tradiciones no son siempre verdaderas, permiten al menos creer que la opinión pública, que los acogió, juzgaba que los condenados eran inocentes. Todo el asunto se explica por esta palabra profunda de Bossuet: "Reconocieron en las torturas, pero negaron en los suplicios".
Clemente V sucumbió un mes después de la ejecución de Molay (20 de abril 1314), de una enfermedad terrible; el ministro Nogaret, que había supervisado la detención de los Templrios a través de toda la Francia en 1307, se murió el 27 de abril de 1314, envenenado; Felipe el Bello, a su vez, desapareció algunos meses más tarde, el 29 de noviembre de 1314, durante una cacería de jabalí (habría caído del caballo). A su muerte, su primer hijo, Luís X sube al trono. Pero muere dos años más tarde, a la edad de 26 años, de una fiebre que habría contraído entrando en una gruta. Su esposa, la reina Clemencia, estando embarazada asumió la corona, mientras que Felipe el Largo, hermano de Luís, solo tomó el título de regente: Clemencia parió, el 15 de noviembre de 1316, un hijo al cual se dio el nombre de Jean, y que solo vivió cinco días (Jean I el Póstumo). Felipe tomó entonces el título de rey bajo el nombre de Felipe V; pero no estuvo sin conflictos. Luís X había tenido a Margarita, su primera mujer, una muchacha nombrada Jeanne, heredera del reino de Navarra: el duque de Borgoña, su tío, afirmaba que debía heredar también el reino de Francia y como desde Hugo Capeto era la primera vez que la corona dejaba transmitirse directamente del padre a los hijos, para remontar del sobrino al tío, él podía intentar oponer el hábito de los países donde las mujeres reinan a los hábitos de las dos primeras dinastías que las excluían del trono. Este conflicto se juzgó solemnemente en una asamblea celebrada en París, y se aprobaron los antiguos usos que siempre han tenido fuerzan de ley, aunque no se encuentra el texto escrito en ninguna parte, incluso en la ley sálica, que no contiene un único artículo relativo a la corona. Felipe V reinó seis años y se murió a los 29 años. Quedaba el último de los hijos de Felipe el Bello, Carlos IV, que subió al trono en 1322 antes de morir también seis años más tarde. Tenía 33 años.
Así pues, en el espacio de catorce años, los tres hijos de Felipe el Bello, que tenían de su padre esta belleza masculina que da la esperanza de una larga vida y de una numerosa posteridad, subieron al trono, y desaparecieron sin dejar herederos. La corona pasó a una rama colateral, en la persona de Felipe de Valois, como primer príncipe de sangre; pero como la viuda del rey recién muerto se encontraba preñada, solo tomó el título de regente, hasta el día en que parió a una muchacha. La ley sálica, alegada en 1316 por los segundos hijos de Felipe el Bello para apoderarse del trono, sellaba en 1328 la extinción de la dinastía Capeto.
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