orden de los caballeros de
su santidad el papa
"san ignacio de loyola"
priorato general de argentina
No hay discusión sobre nuestra idiosincrasia en la
que no aparezcan estas afirmaciones. Ocurre lo mismo en una mesa de café, un
programa radial o un debate académico.
Desde los lejanos tiempos coloniales -se dice-,
estos hábitos transgresores se han incorporado a nuestro “ser nacional” o a
nuestro ADN, y lo explican todo, desde no pagar impuestos a la “mano de Dios”
maradoniana. La evocación de aquellas prácticas fundadoras ha adquirido la
sólida contundencia de todo lo que se instala en el sentido común.
“Se acata pero no se cumple” no es un rasgo específicamente americano o
hispánico. No está determinado por la raza o la herencia. Simplemente describe
la situación de cualquier estado territorial europeo del siglo XVI o XVII,
cuando los reyes trataban de imponer su autoridad a un conjunto de poderes
particulares: los nobles, los municipios, los cuerpos de funcionarios, la Iglesia y algunos más.
Toda afirmación de autoridad, como el célebre “El
Estado soy yo” de Luis XIV, expresa apenas una aspiración, un proyecto
construido trabajosamente, que todavía deberá dar muchas batallas y que solo se
habrá afirmado a mediados del siglo XIX, junto con el principio de “una ley
igual para todos”. Mientras tanto, todos aquellos que estaban sometidos a algún
poder negociaban, acataban un poco y obedecían a veces.
Tampoco el contrabando es una originalidad porteña o hispana. Más bien es la
contraparte normal del monopolio impuesto por cualquier poder. En el caso de
España, el monopolio comercial establecido en Hispanoamérica cerró al comercio
la mayoría de los puertos españoles y americanos, para asegurar el monopolio de
Sevilla y de Lima, que podían controlar un poco.
Fue el modesto intento de una monarquía cada vez más
débil para participar en alguna medida del gran negocio comercial colonial,
cuyos mayores beneficios se acumularon en Amsterdam o Londres. En Buenos Aires
se contrabandeaba lo mismo que en cualquier otra parte, inclusive en la propia
Sevilla.
Un monopolio es una forma de cobrar un peaje a quienes tienen que usar el
puente, el puerto o cualquier servicio. Así lo hacían desde el siglo XI los
señores feudales, que ejercían directamente el mando en una comarca, más
interesados en las multas a los transgresores que en evitar el tránsito.
Cuando son desplazados por los nacientes estados
monárquicos, su lugar es ocupado por el funcionario local, el primer y más
directo beneficiario. En 1617 el rey designó gobernador de Buenos Aires a Diego
de Góngora, quien pagó por su cargo tanto como lo que hoy paga un oficial de
policía para ser designado al frente de una comisaría de Buenos Aires.
La diferencia es que por entonces la venta de todos los
cargos era algo normal y aceptado, y se entendía que el nuevo funcionario
recuperaría su inversión.
En este caso, el gobernador no solo cobró su parte de los contrabandistas de
Buenos Aires sino que él mismo llegó a su nuevo destino al frente de tres
naves, cargadas de “efectos de Castilla” por los comerciantes de Lisboa, y de
golpe la ciudad se llenó de tiendas ocupadas en venderlos.
Un grupo de funcionarios y comerciantes
“extranjeros” -una noción completamente anacrónica- fueron los agentes activos
del contrabando, los verdaderos fundadores de esta faceta de nuestro “ser
nacional”.
Había españoles, como el contador Hernando de
Vargas, que cobraba derechos sospechosamente bajos a los buques negreros, el
capitán Juan de Vergara, que manejaba el puerto y la justicia, o el tesorero
real Simón de Valdés, que en apenas ocho años acuñó una extraordinaria
riqueza.
Pero los principales, los que verdaderamente movían los hilos, eran algunos
comerciantes portugueses, judíos conversos, como Diego de Vega, con corresponsales
en Brasil, Portugal y Flandes.
Algunos historiadores nacionalistas han atisbado detrás de estos judíos
portugueses la mano de Brasil, que desde el siglo XVII ya orquestaba la gran
maniobra para aplastar a la
Argentina. Y tras ellos, Gran Bretaña: protestantes y judíos
conspiraban contra la monarquía católica.
Entre tantos copartícipes y cómplices del contrabando, hubo alguien que quiso
hacer cumplir las leyes, más allá incluso de las pretensiones de la Corona. Fue Hernando
Arias de Saavedra, Hernandarias, yerno de Juan de Garay y gobernador de
Paraguay y de Buenos Aires.
Fue el primer criollo que ocupó un cargo de esa envergadura.
Por algún motivo, quizá personal, cuando gobernó Buenos Aires se empeñó en
acabar con los contrabandistas.
Peleó denodadamente y obtuvo algunos éxitos, pero
sus enemigos resultaron más fuertes. Apelaron a España, y el nuevo gobernador
-el de los barcos- lo enjuició y destituyó, lo puso preso y confiscó sus
bienes.
Si aplicáramos los términos de los eternos buscadores del ser nacional
deberíamos concluir que entre tantos extranjeros, portugueses o españoles, fue
un verdadero argentino, un criollo, el único que intentó hacer cumplir la ley.
Bien mirado, podríamos decir que el respeto a la ley es lo nuestro, y que no lo
hacemos por culpa de los grandes poderes internacionales.
Espero que se advierta que esto me parece tan insostenible como aquel que ubica al contrabando en los orígenes del ser nacional argentino. Simplemente muestra cómo, con similares prejuicios y poco conocimiento, es posible construir un argumento diferente.
Espero que se advierta que esto me parece tan insostenible como aquel que ubica al contrabando en los orígenes del ser nacional argentino. Simplemente muestra cómo, con similares prejuicios y poco conocimiento, es posible construir un argumento diferente.
En 1600 no había contrabando -en el sentido actual
de la palabra- y tampoco había argentinos o Argentina.
No hay forma de trazar un puente que una
directamente a Hernandarias con el presente.
Solo podría decirse, en un registro más ciudadano que historiográfico, que sería bueno tener en nuestro gobierno, o al menos al frente dela
Aduana , a alguien con las convicciones y los corajes de
Hernandarias.
Solo podría decirse, en un registro más ciudadano que historiográfico, que sería bueno tener en nuestro gobierno, o al menos al frente de
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