viernes, 9 de diciembre de 2011

P. Adolfo Nicolás, SJ. Mensaje a la familia ignaciana del Paraguay

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“Che maitei peẽme” (aplausos). Es un placer y una alegría venir aquí, estoy experimentando estos días la hospitalidad, el cariño, la amabilidad del pueblo paraguayo. Hasta los jesuitas son amables (risas y aplausos).

El tema que me han dado para hoy es algo así como Espíritu y mística ignaciana en la misión del colaborador del siglo veintiuno. Mi primera reflexión sería que no hay un camino especial para el colaborador.

Porque todos nosotros somos colaboradores en la misión de Cristo.

O sea, no hay un camino para la misión, para los jesuitas y otro para los colaboradores de los jesuitas, todos somos colaboradores. Y así definió la Congregación General treinta y cuatro, repetido por la treinta y cinco, mas reciente, al hablar de nuestra misión. Los retos que tienen ustedes y que tenemos nosotros son los mismos, exactamente los mismos. Aunque las respuestas y modos de vida sean distintas naturalmente. Es importante comenzar en la misma base, el mismo punto de partida, que es la llamada de Dios, como nos decía el Concilio Vaticano II, la llamada de Dios a todos, a trabajar con Él, en la obra de salvación e iluminación del mundo. Y ahí todos somos colaboradores.

Puestos ante el siglo veintiuno estamos como San Ignacio, creo yo, ante un mundo que podríamos llamar en transición y cambio. Este cambio es muy radical, no sé yo cómo se experimenta y cómo se ve en Paraguay, pero por lo que vemos ciertamente en Europa, en Estados Unidos, en Asia, en todos los países de Asia, en África, estamos ante un cambio sumamente profundo, radical, inquietante muchas veces, y ciertamente, aunque esta es una tautología, “ciertamente incierto”. No sabemos hacia adonde nos va a llevar este cambio.

Es más lo que no sabemos de lo que sabemos, mucho más. Más o menos, creo yo, como en tiempos de San Ignacio. El tiempo de San Ignacio era también un tiempo de cambio, cambio total, cambio cultural, cambio geográfico, cambio humano, mucho como en nuestro tiempo, en este siglo veintiuno. He tenido en estos días reuniones con jesuitas, provinciales, con obispos jesuitas, esta tarde con novicios y estudiantes nuestros, con pre-novicios incluso. Y todos son conscientes de este cambio. Y ante este cambio nos preguntamos ¿Cómo podemos nosotros contribuir? Y es la pregunta que tenemos todos, jesuitas y colaboradores. Porque es la misma realidad, es un mismo mundo en el que estamos.

El Concilio Vaticano Segundo nos invitó a discernir “los signos de los tiempos”. Eso fue casi un eslogan que se repitió después del Concilio con mucha frecuencia pero sigue siendo una llamada a todos nosotros. En medio de este cambio que no podemos controlar, que no podemos ni siquiera anticipar qué es lo que va pasar, la pregunta es ¿cuáles son los signos que podemos detectar ya ahora para preparar el futuro?

San Ignacio aprendió esto de ir descubriendo signos poco a poco, muy poco a poco, muy lentamente, pero antes de esto aprendió a leer y discernir “los signos y señales interiores”. San Ignacio no empezó con un análisis social, empezó haciéndose sensible a signos internos que le inquietaban, que le ayudaran a vivir, a tomar decisiones, a caminar en el servicio de Dios y del prójimo. Y yo creo que este modelo de entrar dentro de uno mismo y empezar a descubrir que hay otro lenguaje, otra serie de signos, otra serie de indicadores de dónde nosotros podemos servir; creo que está siempre en todo proceso de renovación.

Renovación en el cristianismo, en la vida religiosa e incluso en otras religiones y en otras tradiciones que han pasado por una búsqueda, a veces muy intensa y a veces muy larga, siglos y siglos de búsqueda buscando cómo se puede ayudar a la humanidad a ser más humana, a vivir con menos sufrimiento, con más paz, con menos violencia, con menos guerra, con menos injusticia. En el proceso se intenta todo, lo interno y lo externo. Y al final descubrimos todos que no hay un buen servicio externo que no tiene un correspondiente o una base en el interior de las personas. Y hay siempre un redescubrimiento del camino interior. Yo creo que aquí San Ignacio nos dejó una herencia que hoy día sigue llamándonos e invitándonos. Quizás el reto nuestro, como Familia Ignaciana, es precisamente este: ¿Cómo vivir la tensión inspiradora y desafiante entre los "Signos internos y externos"?

Para la interpretación de los signos externos necesitamos siempre el espíritu evangélico y profético que nos ayuda a ver el mundo con los ojos de Dios y proclamar su Palabra - y no la nuestra. Sobre los profetas se ha hablado mucho, nosotros conocemos personas que se nombran a sí mismos profetas, vemos muchas manifestaciones que no sabemos cómo interpretar y nos preguntamos si son verdaderamente proféticas o no.

Pero una cosa que queda clara y que expresa el mismo nombre de profeta, es que el profeta ve el mundo con los ojos de Dios. Y ahí está la novedad y ahí está también la capacidad de recrear, la capacidad de descubrir lo que los ojos ordinarios no pueden ver. El profeta ve lo que nosotros tratamos de ocultar y lo descubre. El profeta ve también alternativas porque está a tono con el Espíritu de Dios. Y quizás esa es una de las llamadas que San Ignacio nos haría hoy a todos nosotros. El profeta ve el mundo con los ojos de Dios, siente el mundo también con el corazón de Dios. Y proclama su palabra, una palabra creadora, una palabra distinta, una palabra que ofrece alternativas, una palabra que no es nuestra palabra, por eso el profeta va siempre mucho más allá de toda elección de tipo ideológico, de toda elección de tipo meramente interesado en un grupo y esto es lo que le mueve al profeta también a actuar. La visión profética siempre nos lleva a la acción.

Esta lectura interpretación, porque no hay lectura sin interpretación de los signos, viene mediada por muchas influencias, influencias que nosotros no controlamos y que a veces nos controlan a nosotros, influencias del mercado, de la globalización, influencias políticas, influencias económicas, influencias también culturales.

Tomen por ejemplo las ideologías, los intereses de grupos, etnias, privilegios materiales o espirituales, incluso factores religiosos que nos quitan libertad. Y esa falta de libertad condiciona enormemente nuestra lectura de la realidad. Y por eso todo el proceso espiritual de San Ignacio es un proceso que nos importa mucho, porque es un proceso que nos ayuda también a nosotros a responder a los retos en términos de misión, es un proceso de liberación interior, de despego de libertad interior, de búsqueda sin las dificultades normales que nosotros damos a veces como mensaje.

Santa Teresa de Jesús, Teresa de Avila, es una de esas personas que supo consultar. Santa Teresa consultó a San Juan de la Cruz, a Baltazar Gracián de los Carmelitas y también consultó a los jesuitas. Pero nunca decidió sobre la base de una consulta, consultaba, pero luego se iba delante del crucifico y delante del Cristo en cruz le volvía a preguntar ¿Y tú que quieres? Y ahí, ante la cruz de Cristo tomaba sus decisiones. Yo creo que esto, bajo el término y mística de la colaboración, es capital. Tenemos que consultar, tenemos que estudiar, tenemos que investigar que es lo que está pasando en este mundo, pero cuando llega el momento de la decisión, es Cristo, es Dios el que decide. Y nuestra habilidad es cómo ponernos a tono para que podamos escuchar esa palabra, para que podamos escuchar esa inspiración y nuestra decisión no sea una decisión egoísta sino que sea una decisión libre como la de Teresa, dispuesta a tomar la cruz y seguir a Jesús.

Aquí es, yo creo, donde la familia ignaciana, lo que se llama familia o cualquier otra familia, aquí es donde las comunidades, los grupos, las redes, las familias digamos espirituales, entran en funciones de una manera directa, y pueden ser de una gran ayuda. Nadie tiene, nadie, por muy preparado que esté, nadie tiene la lectura última y definitiva de los signos de los tiempos. Lo mismo que nadie tiene personalmente, individualmente, la lectura última de la Palabra de Dios. Todos, absolutamente todos individualmente nos podemos equivocar, porque, como decía San Ignacio, nadie es buen juez en lo que le toca. Tenemos intereses, tenemos miedos, tenemos prejuicios, tenemos modos de ver las cosas que limitan nuestra capacidad. A veces son intereses, privilegios que queremos proteger, comodidades que se nos han hecho ya familiares o la economía, etc. Y aquí es donde la familia espiritual, un grupo de colaboradores, puede ser una gran ayuda y ofrecernos lo que se puede llamar la “pantalla de objetividad”, con la cual tenemos más capacidad para discernir.

Yo creo que la colaboración es una realidad que nos ha acompañado siempre en toda la historia de la iglesia, la iglesia ha sido siempre el producto de muchas fuerzas y de muchos grupos y de muchas personas.

Nos ha acompañado en la Compañía de Jesús desde el tiempo de San Ignacio, porque San Ignacio fue un gran promotor de colaboradores, un gran agente, podríamos decir, de buscar alguien que nos ayude y nos apoye, porque sin la ayuda sin el apoyo, la Compañía de Jesús no habría hecho absolutamente nada. El trabajo misionero, el trabajo espiritual, el trabajo eclesial nunca es trabajo de unos pocos, de un puñado, ni un trabajo de genios tampoco. Siempre hay alguien que apoya, alguien que ayuda, alguien que da una palabra, que apoya económicamente, que apoya en términos de pensamiento, que facilita contactos, que extiende, digamos, el servicio que puede hacer una palabra con visión.

La comunidad de colaboradores es lo que hace posible un servicio más allá de lo que el individuo militado podría hacer. Naturalmente esta familia espiritual puede también darnos muchos otros beneficios, beneficios humanos y espirituales, inspiración, apoyo en la tentación, guía, corrección, acompañamiento, etc. De todo ello necesitaremos en algún momento de nuestra vida y de nuestro servicio. Porque la respuesta evangélica a los desafíos no es ni clara ni fácil, nadie controla el Evangelio y nadie controla al Espíritu Santo. Y, si en la espiritualidad Ignaciana hay siempre un elemento de Cruz en el seguimiento de Cristo, la respuesta resulta todavía mucho más difícil. Y este es el hecho, San Ignacio quiere que los jesuitas sigan a Cristo bajo la bandera de la cruz, bajo el estandarte de la cruz. Por tanto el discernimiento se hace más difícil. Por eso necesitamos el apoyo, la oración, el acompañamiento de tantos otros que pueden ver con más claridad que nosotros dónde podemos caminar y dónde tenemos que ir. La familia ignaciana, por lo tanto, ayuda a mantener esa cruz en el horizonte de nuestra misión y de nuestras decisiones.

La familia además puede hacerse, yo diría, la “guardiana del secreto” ignaciano. Siempre hace falta alguien que guarde el secreto. Este concepto del secreto me inspiró a mí en unos ejercicios que hice sobre el evangelio de San Marcos y en el evangelio de San Marcos es casi un estribillo el que Jesús después de hacer un milagro, después de una curación, después de un encuentro le dice al que ha sido curado: “No digas nada a nadie”. Y el evangelio inmediatamente dice que el que fue curado lo contó a todo el mundo. No es la eficacia del mandato lo que luce, lo que luce es que aquí hay un secreto que no se puede dar fácilmente. Y hay que guardar el secreto. Y el secreto es que en la cruz está escondido el secreto de nuestra vida. Y eso no se puede perder. Lo secreto, es muy corriente en nuestra sociedad. Hay secretos gastronómicos, hay secretos técnicos, hay fórmulas que no se comunican. todavía hay gente que especula sobre la fórmula de la coca cola. Preguntando yo sobre la dieta paraguaya me dicen que “esto está hecho por el abuelo y solamente lo puede hacer así la familia”. Hay secretos gastronómicos que se conservan, también en las personas.

¿Dónde conservamos nosotros el secreto cristiano? Quizá en la familia. En Asia tenemos el caso más llamativo, yo creo, de guardar bien el secreto. Y este caso se da en el Vietnam. Los vietnamitas han sufrido mucho, han sufrido persecución, han sufrido años y años bajo el comunismo y siguen sufriendo. Pero han sabido mantener el secreto y lo han mantenido en la familia. Y es el único grupo de migrantes que van a todas partes y en todas partes producen vocaciones y vocaciones excelentes. Al sacerdocio, a la vida religiosa, en Estados Unidos, en Japón, en Arabia, en Filipinas, en Australia, tenemos vietnamitas que van a los seminarios, a los salesianos, a los franciscanos, a los jesuitas, a los dominicos. Están llenos de vocaciones los vietnamitas. Yo creo que el secreto es que la familia ha conservado el secreto. Ha conservado el secreto y lo ha sabido comunicar a los suyos. Las nuevas generaciones vienen llenas por el mismo fuego, el mismo dinamismo y esperamos y pedimos que siga, que este secreto siga.

La familia tiene además la capacidad de afrontar retos que son demasiado grandes o demasiados complejos e importantes para que un grupo más o menos pequeño pueda afrontarlos. Esta es una convicción reciente que yo no puedo dejar de lado. Esta es la situación en que se encuentra la iglesia hoy en día. En un mundo globalizado ninguna iglesia sola, ningún grupo solo, ningún grupo religioso solo, o los jesuitas solos, puede responder a retos tan complejos, tan plurales, tan interculturales como los que tenemos hoy día en el mundo, desde la vida social, derechos humanos, justicia, etcétera, hasta la educación, la pastoral y el crecimiento y transformación de las personas que todos buscamos.

Por eso hoy en día en todos los niveles se insiste en unirse de alguna manera. Y se están formando redes por todas partes, redes de colaboración, redes de información, de comunicación, etcétera. Modos de trabajar con otros, modos de colaborar, de coordinar para que el esfuerzo de unos pocos no quede perdido.

Naturalmente la cuestión no es fácil, porque siempre nos preguntamos: Muy bien unirnos ¿pero a quién? ¿Con quién trabajamos? ¿Qué garantías podemos tener de que nuestra colaboración no es sólo material sino que llega a los objetivos más profundos de nuestro servicio? Esta misma tarde hablando con jóvenes jesuitas y esas es una de las preguntas que surge: ¿Cómo podemos garantizar que la visión cristiana, que la visión de una institución, de un servicio, de un trabajo siga siendo de acuerdo con la visión que ha originado este trabajo, esta institución, este colegio, este grupo o esta comunidad?

Aquí entra de nuevo la familia ignaciana como respuesta, una familia que participa en una visión común, una espiritualidad fundamentada en Jesús y su mensaje, su vida, su entrega y su iglesia. Todos los años yo ya me estoy creando el hábito de visitar a cardenales de la iglesia en Roma que tienen una relación con el trabajo de los jesuitas. Y uno de los cardenales que visito es el cardenal Rilko que es el encargado en el Vaticano de la Congregación del apostolado seglar que tocaría principalmente a los colaboradores. Y el cardenal Rilko cada vez, que ya le ido a visitar tres veces, siempre me habla y muy bien y con entusiasmo de la CVX (Aplausos).

Y el cardenal me habla muy bien de la CVX porque dice: “Allí hay un programa de formación y como hay un programa de formación hay garantías de que el evangelio y la visión del evangelio entren profundamente en las personas”. No hay nada automático en la fe, ni nada ligero, ni nada fácil, por tanto es la formación la que nos va transformando poco a poco. Nosotros jesuitas hemos valorado siempre la formación como la base, al centro de nuestro apostolado y nuestra misión y por lo tanto es mucho más orgánico y mucho más convincente el colaborar con grupos que también dan importancia a la formación.

No olvidemos que estamos en tiempo de gran confusión, social y religiosa. Esta mañana yo preguntaba a los jesuitas cómo afecta al Paraguay la secularización, ese secularismo rampante que está ascendiendo de una manera bastante limitante por Europa, que está afectando a Estados Unidos y yo no sé cómo afecta a esta parte del mundo. Me decían que aquí las cosas son un poco diferentes pero que está empezando el proceso.

Yo creo que hay que prepararse porque la ofensiva va a ser muy fuerte, y tarde o temprano tenemos que enfrentarnos a los problemas mundiales que llegan a todas partes, y la única respuesta aquí es formación y formación profunda. Cuánto más confusión social y religiosa, más importante se hace la educación, más importante se hace la formación. No entramos ahora en su análisis ni en las causas, solamente aceptamos el hecho y la necesidad de crear un lenguaje nuevo para la juventud, para las nuevas generaciones que nos van a hacer preguntas a las que no estamos acostumbrados. Pero para poder hacer ese lenguaje nuevo tenemos que entrar profundo en nuestra fe, en lo que todos juntos creemos, en la misión en la que nos queremos comprometer.

Tampoco estoy diciendo, por supuesto, que solamente los católicos tienen esta visión, hay muchos no católicos que tienen una visión muy parecida a la nuestra. Y en estos tiempos de intercambio intercultural, inter-religioso, internacional tenemos que afinar mucho nuestros corazones para poder oír la palabra de Dios dondequiera que suene. Solamente un ejemplo, en uno de nuestros colegios de Japón, en una de mis visitas a los colegios, hablé con uno de los profesores que era entonces el vicedirector del colegio y que era budista.

Y me dijo con toda franqueza que él había venido a ese colegio porque le interesaba mucho colaborar con los jesuitas en una educación buena, creadora de futuro y que él mismo, todavía no tenía una filosofía de la educación estructurada y lo que él había estudiado en la universidad le decía que la educación de los jesuitas si tenían una filosofía de la educación. Por pura admiración se aplicó al colegio y se alegró muchísimo cuando le admitieron a enseñar en ese colegio. A los largo de los años aparecieron problemas y el problema fue que otro budista más joven y de una secta muy militante bastante anticristiana entró en el colegio sin decir que el pertenecía a esa secta, le admitieron y cuando le admitieron empezó a criticar todo lo que se hacía en el colegio, sobre todo se concentraba en la capilla, en el colegio había una capilla bastante grande, espaciosa.

Y todas las actividades que tenían que ver con la capilla él las criticaba diciendo que eso era imponer a los estudiantes, que no era justo. Y todos los profesores cristianos y no cristianos trataban de convencerle de que estaba en el colegio equivocado, que se fuera a otro colegio, que ahí iba a estar en paz, iba a estar contento, iba a estar de acuerdo con los principios fundamentales. Pero el individuo siguió insistiendo que tenía derecho a seguir enseñando en el colegio. Entonces acudieron al budista, al que habló conmigo. Le dijeron “Tú nos puedes ayudar, tu eres senior, (como se dice) tú eres mayor que él, tú eres más antiguo y eres budista también, por qué no nos ayudas, le dices algo a este joven”. Entonces le llamó y le dijo: “Oye, me parece que tú no has entendido nada de lo que pasa en este colegio, tú haces gran problema de la capilla, pero tienes que tener en cuenta que desde el momento en que entras por la cancela, la entrada de colegio, todo es capilla. Esto es algo que tienes que saber. Esta es la educación cristiana. Todo. Lo que se hace en la capilla, lo que se hace en la clase, lo que se hace en el campo de deportes, lo que se hace en las salas de consulta, lo que se hace en las reuniones, todo está inspirado sobre una visión cristiana”. Esta visión profunda de lo que es educación, lo que es servicio, de lo que es misión yo creo que necesitamos alimentarla y es la familia cristiana la que nos puede ayudar.

Y luego naturalmente un punto que la familia ignaciana tiene que pensar es la “incidencia social” de nuestro trabajo, desde educación, hasta pastoral o teología. ¿Estamos realmente respondiendo a los retos y las necesidades humanas profundas, y por tanto religiosas, de Paraguay y su pueblo? Todo lo que estoy oyendo estos días sobre la relación entre el Paraguay y la historia de los jesuitas en Paraguay me hace pensar que los jesuitas han estado siempre en la brecha. Entonces tenemos que preguntarnos si seguimos en la brecha. Nos han expulsado de Paraguay siete veces. De España creo que también otras tantas, siete, ocho veces, no sé.

Esas son buenas señales, quiere decir que hay una incidencia social, que nuestro mensaje no queda solo, que nuestro mensaje toca la fibra de un pueblo, fibra positiva o negativa pero toca la realidad. Y cuando lo único que provocamos es un bostezo es que no estamos respondiendo a la misión de Cristo. Cuando hay interés, hasta el punto de expulsarnos, quiere decir que estamos predicando un mensaje nuevo y distinto.

Como pueden ver en estas reflexiones muy sencillas, muy simples, estamos en una encrucijada de nuestra historia, y tenemos la misión de “recrear” nuestro pueblo, de recrear la iglesia, recrear la Compañía de Jesús, recrear la respuesta ignaciana, el servicio a los pobres y a los demás. Es un tiempo para recrear, no para descubrir la rueda que ya está descubierta hace mucho, ni el Río del Plata, sino recrear haciendo propio lo que el evangelio nos comunica para poder expresarlo y comunicar a otros con palabras nuevas.

Yo creo que este es el mejor tiempo para servir, es el mejor tiempo para ser llamados por el señor, para servirle a él y a la iglesia, para sentirse joven y ponerse a la obra. El mundo nuevo de Dios ya está empezando y la pregunta para nosotros es si queremos ser parte del proceso, queremos ser parte y contribuir a ese proceso o no. Dios parece que quiere que colaboremos con Él en esta nueva empresa. Y me da mucha esperanza el saber que los jesuitas no están solos, que tenemos aquí grupos de colaboradores, de amigos, de personas que tienen la misma visión, el mismo corazón y con quienes nosotros podemos colaborar con mucha esperanza y con mucha alegría. Muchas gracias (Aplausos).

Cristo Rey, 7 de noviembre de 2010.



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