Cuando era chico no me interesaba el rugby. A pesar de la insistencia de mi padre, quien lo había practicado, yo decididamente prefería el popular y televisivo fútbol. La realidad evidenció que no era bueno para el deporte de la redonda y, en consecuencia, no fui aceptado por parte del equipo de mi colegio. En esas circunstancias, casi no me quedó otra opción que –alrededor de los 8 años de edad- probar con el otro deporte que se practicaba en la escuela: el de la “guinda”.
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Algunas décadas después, me alegra decir que la elección parece no haber sido tan mala ya que el rugby me ha enseñado mucho. Y no sólo en el campo de lo deportivo.
El rugby me enseñó que se puede jugar siendo gordo. Que hay un lugar para cada uno y que debemos luchar hasta encontrarlo. También me enseñó que el gordo puede enamorarse del deporte, entrenar, ir al gimnasio, potenciarse, jugar y ganar, transformando su supuesta debilidad en una incontenible fortaleza.
Me sorprendió cuando, por primera vez, un compañero tapó mi cabeza con su espalda para impedir que el botín del contrario la pisara. A partir de allí, aprendí y ejercí –como todos- esa práctica que refleja el espíritu de equipo, de amistad y, sobre todo, de lealtad, esencial en el rugby.
También me hizo ver que en determinados momentos es necesario bajar la cabeza como un toro, concentrar toda la energía e ir hacia adelante buscando el in-goal contrario, aún sin saber exactamente las consecuencias de tal decisión. Liberar nuestra energía y seguir nuestros instintos nos permitirá alcanzar nuestras metas con pasión.
Me mostró que el juego termina cuando suena el silbato, que se debe abrazar al rival tras la pitada final y disfrutar relajadamente un tercer tiempo de reconciliación con los jugadores del equipo contrario. Me enseñó a construir relaciones fructíferas más allá de las dificultades de corto plazo.
Me hizo saber que el árbitro es sagrado, y que, a pesar del eufórico entusiasmo del juego, las reglas deben ser cumplidas y que las decisiones del referee -independientemente de su pequeño tamaño- deben ser inapelables e indiscutibles.
Me mostró que una espalda ardiendo bajo las duchas del club significa haber dejado todo en la cancha. Que debemos disfrutar de la sensación del deber cumplido, incluso más allá de los resultados, porque jugar y dejar todo en la cancha, ya es ganar.
Me enseñó a que la vida es “todo terreno” y que, a veces, nos lleva a jugar en verdes canchas con delicadas pasturas, y otras, en áridas superficies de tierra seca. Que la meta puede ser la misma pero la estrategia, para jugar y triunfar, puede variar.
Me demostró que es compatible el trabajo duro con la mayor diversión. Que, cuando uno se enamora de lo que hace, pocas barreras pueden frenarlo. Me alentó a celebrar los éxitos, pero también los fracasos, tras haber dejado todo en la cancha.
Me hizo comprender que no importa ganar o perder sino jugar. Jugar mucho y divertirse. Porque jugando se aprende de los errores, se comprende la complejidad de las interacciones y se incrementan las posibilidades de éxito en las metas que nos fijemos.
Nuestro rugby es un reflejo de los “buenos viejos tiempos” de la Argentina, cuando éramos un país abierto y atractivo al comercio, a las inversiones y a las personas de todo el mundo. Un resabio de la época en que Gran Bretaña arriesgaba el 65% de las inversiones que realizaba en toda América Latina en este país. Vías férreas, puertos, frigoríficos y por qué no decirlo, el rugby, son algunas de las herencias recibidas. Como un fiel y persistente reflejo de aquel legado, los “Pumas” argentinos se han posicionado –con firmeza y autoridad- en el tercer puesto del pasado mundial, compitiendo de igual a igual –y en muchos casos derrotando- a las naciones donde el deporte fue dado a luz.
Faltan pocos días para que comience la Copa Mundial de Rugby Nueva Zelanda 2011. En medio de este clima de alegría no puedo evitar pensar cuánta felicidad este deporte ha agregado a mi vida y a la de mi familia. Me enseñó a crecer, a animarme a ir hacia adelante, a tomar riesgo y a sentirme respaldado confiando en mis compañeros, en mis amigos, pero -sobre todo- en mí mismo.
* Dedicado a mi viejo, Julio A. Simonetta (h).
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