Desde mi nacimiento sorbí como leche materna – ¡perdón, mamá! - la tinta
de la imprenta, como un “trastorno de familia”. Integro la tercera generación
de un linaje de quienes habían abrazado una profesión de formadores e
informadores en Salta, en la República Argentina, desde los fines del siglo
XIX.
El único responsable
de haberme inclinado a esta misión fue mi padre, a quien le reconozco y admiro.
En él lo vislumbro como un guerrero, un conductor por su formación moral
y inflexibilidad demostrada en defensa de sus ideales durante los avatares de
la vida como informador –pese a sufrir persecuciones y detenciones por quienes
pretendieron coartar su independencia por defender la libertad de pensamiento,
expresión y la de prensa, tras tener que afrontar censuras dispuestas tanto por
gobiernos que se auto titularon como democráticos como los autoritarios. Ni a
unos ni otros les fue posible doblegarlo o corromperlo.
Los sábado, domingo o días feriados, me llevaba al
“Intransigente” aprovechando que se trataban de jornadas que se definían
por el poco trajín periodístico. Allí comencé a conocer a mis futuros
“maestros” y, donde era malcriado por el personal tanto de la redacción como
del taller.
Mi impulso rebelde, muy propio de los adolescentes
y justificado por el ambiente que me rodeaba, comencé redactando
algunos artículos para el Boletín de “El Intransigente” que se imprimía en
mimeógrafo y de circulación clandestina. Estas experiencias fueron mis primeras
armas en este oficio que pasó a ser una pasión a partir de 1955, año que me incorporé
al periodismo activo al haber dispuesto el gobierno nacional dejar sin efecto
la clausura del diario y David Michel Torino volcar todos sus esfuerzos para la
pronta reaparición del matutino.
El equipo de Redacción estaba conformado, en su
generalidad, por hombres de letras que transmitían a la prosa
periodística su estilo particular. Eran hombres que en el campo intelectual
eran destacados poetas, escritores y políticos.
Por aquella época el trabajador de prensa tenía
como meta: informar e ilustrar; escribir con la cabeza y no con el corazón;
con la verdad y no con la pasión; volcaba sus ideas en la máquina de escribir y
no –como tiempos actuales- y no sujetos a intereses que demandan los
talonarios de publicidad. La conducta del periodista era inquebrantable y sin
lisonjas hacia los funcionarios de turno.
En ese ambiente abracé esa pasión por el bien
público y profesar esa religión por la libertad
No existían por aquel entonces ni los bolígrafos ni
los grabadores; las informaciones nacionales y extranjeras se las recibía por
telégrafo, al igual que el Ferrocarril y el Correos. Para escribir se utilizaba
lápices de grafito, en razón que las lapiceras a tinta manchaba los prolijos
anotadores que se armaban con retazos de papel de bobinas destinadas para la
impresión de los diarios. Pese a la precariedad con que trabajaba la gente de
prensa reflejaban fehacientemente las notas en el periódico y no recuerdo
desmentidas o aclaraciones por parte de los entrevistados como las son en
momentos actuales. Especialmente los funcionarios pese a estar frente a
grabadores y cámaras filmadoras es común sus deslices pretenden salvarlos con:
“El periodismo a tergiversado mis palabras”,entre otras cosas.
Otros tiempos y otra gente. La Argentina padece
desde hace muchos años una crisis moral y ética, muy difícil de restaurar.
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