Max
Scheler fue sin duda uno de los pensadores más sobresalientes de la Europa del
primer tercio del siglo XX. A su muerte dijo Heidegger de él que era «la
potencia filosófica más fuerte en la Alemania de hoy; no, en la Europa actual e
incluso en la filosofía del presente en general…». Es muy difícil pensar en
gran parte de la Ética, de la Psicología o de la Antropología del siglo XX sin
el influjo de Scheler; también en Sociología, en Filosofía de la religión, y
hasta en Teología moral las aportaciones de este autor fueron decisivas.
Sin
embargo, hay rasgos de la persona y obra de Scheler que suscitan a veces cierta
incomodidad. Quizá los más relevantes sean su falta de sistematicidad y lo que
podría llamarse su rebeldía. Quien se acerca a sus escritos enseguida advierte
que su desbordante genialidad le lleva a saltar de un tema a otro, dejando sin
desarrollar algunas tesis o enzarzándose en la discusión de otras. En segundo
lugar, resalta su carácter polémico: sea en lo referente a las ideas, lo que le
lleva a extremar las posiciones en liza; sea con respecto a la tradición
religiosa, sobre todo hacia el final de su vida. Con todo, es innegable que
estamos ante uno de los más grandes y decisivos filósofos del siglo XX.
Aquí
se expone el pensamiento scheleriano en torno a los dos campos donde su influjo
ha sido mayor: la ética de los valores y la antropología. Gracias al método
fenomenológico, este autor descubre los objetos que dan sentido al vivir,
especialmente al vivir moral: los valores. A continuación se describe nuestra
relación con ellos en las diversas esferas psicológicas: la perceptiva, la
tendencial y el amor. Todo ello configura el entramado de la vida ética, que se
articula en forma personal: la persona trata de formarse según un modelo
personal valioso. Y la cuestión de qué sea y cómo se transforma la persona abre
el campo de la antropología, donde Scheler muestra muy diversa postura en
distintas etapas de su vida.
El
22 de agosto de 1874 nace en Múnich Max Scheler. Hijo de padre protestante y
madre judía, se bautiza en la Iglesia Católica durante sus estudios
secundarios, en 1889, gracias a la influencia del capellán de la escuela. Al
finalizar esos estudios se matricula en la facultad de Medicina de la
Universidad de Múnich, pero el año siguiente se traslada a la Universidad de
Berlín para estudiar filosofía y sociología, bajo el magisterio de Simmel, Dilthey
y Stumpf, entre otros. En 1894 celebra una boda civil con Amelie von Dewittz.
Apenas pasa otro año cuando el inquieto Scheler se vuelve a mudar, esta vez a
Jena, en cuya universidad enseñan los conocidos Häckel y Eucken, materialista
el primero e idealista el segundo. En 1897 presenta ya su tesis doctoral,
dirigida por Eucken y titulada Contribuciones a la determinación de las
relaciones entre los principios lógicos y éticos. Dos años después culmina su
escrito de Habilitación El método trascendental y el psicológico, que en 1900
le merece el nombramiento de Privatdozent en la Universidad de Jena.
1902
fue para Scheler un año decisivo al conocer en Halle a Edmund Husserl. A partir
de entonces quedará marcado, muy a su modo, por el método fenomenológico. El
mismo Husserl le apoya para que en 1907 se traslade a la Universidad de Múnich;
marcha en parte provocada por las dificultades que le creaba el carácter de su
esposa. En la capital bávara disfruta de la amistad y la influencia de jóvenes
fenomenólogos, en especial de Dietrich von Hildebrand. Pero en 1911 se ve
obligado a abandonar Múnich debido a un escándalo promovido por su esposa —con
quien rompe definitivamente—, a resultas del cual la Universidad le retiró la
venia docendi. Desde ese momento hasta más allá del final de la Gran Guerra,
viviendo primero en Gotinga y luego en Berlín, Scheler goza de un periodo de
tranquilidad, aun viviendo casi en penuria económica por su apartamiento de la
universidad. La ayuda de sus amigos fenomenólogos y su infatigable capacidad de
trabajo hacen posible que afloren las intuiciones que barruntaba en su ciudad
natal, fructificando en la mayoría de sus mejores y más importantes obras
(algunas publicadas sólo póstumamente): El resentimiento en la moral (1912),
Los ídolos del conocimiento de sí mismo (1912) El formalismo en la ética y
ética material de los valores (1913-1916), Rehabilitación de la virtud (1913),
Muerte y supervivencia (1911-1914), Sobre el pudor y el sentimiento de
vergüenza (1913), Fenomenología y metafísica de la verdad (1912-1914), Ordo
amoris (1914-1916), Modelos y jefes (1911-1921), Fenomenología y teoría del
conocimiento (1913-1914), La idea del hombre (1914), Esencia y formas de la
simpatía (1913-1922), De lo eterno en el hombre (1921), etc. También en ese
periodo su vida privada se estabiliza contrayendo matrimonio católico con Märit
Furtwängler.
Pasada
la guerra, la genialidad y el espíritu católico de Scheler resonaba ya en toda
Alemania. Hasta tal punto que Konrad Adenauer, siendo alcalde de Colonia y en
su afán por reconstruir esa universidad, le restituye la venia docendi y le
llama a ocupar la cátedra de filosofía y sociología, y a dirigir asimismo el
reciente Instituto de Investigaciones en Ciencias Sociales. De esta última
labor resultó su trabajo Problemas de una Sociología del conocimiento (1926).
Pero
la vida en la ciudad renana le deparará un nuevo y profundo cambio, esta vez
distanciándose moral e intelectualmente del catolicismo. Por un lado, en 1924
se divorcia de su esposa y contrae matrimonio civil con su alumna María Scheu.
Por otro, en 1927 y 1928 ven la luz escritos donde la idea de Dios aparece
lejana de la concepción personal del teísmo cristiano. Lo incómodo de su
situación en Colonia —donde los creyentes lo consideraban apóstata y los no
creyentes cristiano disimulado— le mueve a aceptar una oferta en la Universidad
de Frankfurt a. M. Pero al llegar allí, sin comenzar siquiera su docencia,
fallece de un repentino ataque cardíaco, el 24 de mayo de 1928. Es enterrado en
Colonia, y poco después se publicaría su conferencia El puesto del hombre en el
cosmos. Sus proyectos inmediatos se encaminaban a la definición de un sistema
de Antropología filosófica y de Metafísica.
Las
obras de Scheler están publicadas en 15 volúmenes por las editoriales
Francke/Bern y Bouvier/München-Bonn, 1954-1997 (Gesammelte Werke, citadas aquí
como GW); las recogemos al final junto con las traducciones al español hoy
disponibles.
2.
Objetivo y método
A
la vista de tan agitada vida y rica producción, no es fácil trazar un
itinerario que dé cuenta unitaria del pensamiento de Scheler. Más bien ha
cundido la impresión (difundida en el mundo hispano por Ortega y Gasset) de que
en este autor la agudeza y exuberancia inhiben la sistematicidad y el orden.
Pero no faltan estudiosos cuya opinión es más matizada.
El
propio Scheler escribía introduciendo El puesto del hombre en el cosmos: «Las
cuestiones: ¿qué es el hombre, y cuál es su puesto en el ser? me han ocupado
más profundamente que cualquier otra cuestión filosófica desde el primer
despertar de mi conciencia filosófica» [GW IX, 9]. Desde luego, da la impresión
de que semejante sentencia se halla demasiado imbuida del momento en que la
escribe, pero da una pista certera. En efecto, la preocupación más honda y constante
que se observa en sus obras es la persona humana, mas no siempre desde su
perspectiva metafísica. Durante la mayor parte de su vida, Scheler se ocupó de
la persona atendiendo a su vida moral, en concreto a entender unitariamente el
vivir de un ser racional y pasional a un tiempo. Lo cual no es de extrañar
precisamente en alguien tan inteligente y de una vitalidad desbordante, tal
como sus conocidos atestiguan.
En
los años del siglo XIX, el filósofo anduvo tanteando soluciones con las
doctrinas que el momento le ofrecía: el psicologismo, el neokantismo, el
idealismo. Pero ninguna de estas daba cuenta cabal de los hechos que componen
la vida humana. Hechos que reclaman referentes objetivos, cuya validez se
empeñaba en negar el relativismo entonces imperante y a los que el neokantismo
tampoco daba cabida. Scheler, objetivista y realista convencido, veía en estas
dos poderosas corrientes los principales objetivos por batir. La salida del
estancamiento y el arma decisiva hubieron de venirle de Husserl: «Cuando, en el
año 1902, el autor conoció por primera vez personalmente a Husserl en una
sociedad que H. Vaihinger había fundado en Halle para los colaboradores de los
Kant-Studien, se produjo una conversación filosófica que tuvo como tema el
concepto de intuición y de percepción. El autor, insatisfecho de la filosofía
kantiana, de la que había sido adicto hasta entonces, había llegado a la
convicción de que el contenido de lo dado originariamente a nuestra intuición
es mucho más rico que aquello que se abarca de ese contenido mediante procesos
sensibles, sus derivados genéticos y sus formas de unidad lógicas. Cuando
expresó esa opinión ante Husserl y dijo que veía en esa evidencia un nuevo
principio fructífero para la construcción de la filosofía teorética, Husserl
repuso al punto que él también había propuesto, en su nueva obra sobre lógica
de inmediata aparición, una ampliación análoga del concepto de intuición a la
llamada “intuición categorial”. De ese momento proviene el vínculo espiritual
que en el futuro se dio entre Husserl y el autor y que para el autor ha sido
tan sumamente fructífero» [GW VII, 308].
Scheler
ve en el nuevo concepto husserliano de intuición el cielo abierto para poder
acoger datos vividos a quienes los estrechos esquemas empirista y kantiano
tenían cerrado el paso. Los rasgos fundamentales de la idea fenomenológica de
intuición —incoada por F. Brentano y desarrollada por Husserl— son dos. En
primer lugar, se trata de una intuición eidética, es decir, que tiene por
objeto esencias y leyes esenciales, y no sólo hechos contingentes y
particulares. De esta suerte, viene a ser un modo de conocimiento esencial,
cuya validez es independiente de las variaciones circunstanciales y
existenciales. Una intuición tal (y por extensión su contenido) es llamada por
esta razón, y sólo por ello, intuición apriórica. No ha de confundirse,
entonces, el a priori fenomenológico con el kantiano: éste se refiere al
pensar, a las categorías del juzgar; el fenomenológico a lo pensado, a los
contenidos esenciales conocidos. Con este instrumento, Scheler comienza a
describir lo que llama experiencia fenomenológica. Una experiencia que no se
limita —y este es el segundo rasgo de la intuición fenomenológica— a la
experiencia cognoscitiva, sino que se extiende también a toda vivencia volitiva
y sentimental. Estas regiones, sobre todo la afectiva, son sin duda componentes
muy fundamentales que integran la vida humana, aunque resulte difícil su
estudio. En este terreno se concibe como continuador de la tradición
agustiniana y pascaliana.
Con
todo, hay que decir que Scheler aplicó el método fenomenológico a su
pensamiento de un modo muy libre. No aparecen en sus escritos los
pormenorizados análisis que vemos en Husserl, pero no carece de análisis
originales también en la esfera del conocimiento, como los que lleva a cabo
sobre la percepción interna, las formas del saber, la “funcionalización” de lo
a priori o la más ancha idea que se hace de la famosa “reducción eidética”. Sin
embargo, es muy fiel a la actitud esencial de la fenomenología: su objetivo no
es otro que explicar las cosas mismas fundándose en los hechos. Esto es,
mantiene la convicción de que todo hecho puede vivirse, y que la descripción de
esa vivencia constituye el mejor acceso a lo dado en ella. Descripción que permite
descubrir leyes necesarias entre los actos y sus objetos, entre elementos de
los actos y entre las notas de los objetos. Scheler llega a mantener incluso no
sólo que hay que fundarse en hechos, sino atenerse estrictamente a ellos, en el
sentido de que todo juicio ha de tener un hecho como criterio, y nada puede
decirse, por tanto, de algo que no venga avalado por algún hecho vivido. «El
que quiera llamar a esto “empirismo” puede hacerlo. La filosofía que se basa en
la Fenomenología es en este sentido “empirismo”. Hechos y solamente hechos, no
construcciones de un “entendimiento” arbitrario, son su fundamento. Por hechos
debe regirse todo juzgar, y los “métodos” son adecuados en tanto que conducen a
principios y teorías conformes a los hechos» [GW II, 71]. Este extremo del
llamado método fenomenológico fue y es, no obstante, discutido entre los
seguidores de esa corriente. Pues aunque esta posición ancla a la filosofía en
la realidad (y por ello Scheler, junto con casi todo el grupo de Gotinga,
abandonó a Husserl en su transición al idealismo a partir de 1913), prohíbe
toda consideración estrictamente metafísica. En cambio, según algunos
fenomenólogos (como Hildebrand, Stein o Ingarden) con la aplicación de dicho
método no está cerrado el paso a ulteriores desarrollos en el ámbito de lo
trascendente a la experiencia humana.
Por
de pronto, el nuevo modo de intuición permite a este pensador adentrarse en dos
regiones apenas exploradas, y descubrir en ellas novedosos contenidos: del lado
de los objetos, saldrán a la luz los valores; del de los actos, los
sentimientos intencionales y las tendencias con dirección de valor.
3.
Axiología o teoría de los valores
Los
objetos que pueblan el mundo en que vivimos poseen cualidades de lo más
variadas: formas, tamaños, colores, sonidos, pesos, etc. Pues bien, Scheler
sostiene que algunos objetos, la mayoría, poseen también otro tipo peculiar de
cualidades: las cualidades de valor. Se trata de unas cualidades que no son
naturales, como las enumeradas antes, pero tampoco son propiedades ideales que
nos dejen indiferentes, como la inteligibilidad de una ley matemática o la
complejidad de una teoría. Lo característico de esas propiedades reside en que
nos hacen atractivos o repulsivos, en el sentido más general, los objetos que
las ostentan. Son, pues, cualidades no naturales —en expresión de G.E. Moore—,
pues lo mismo se presentan en un sabroso alimento como en una acción ejemplar.
Y sobre todo, lo distintivo de ellas es teñir los objetos como agradables o
desagradables, buenos o malos, amables u odiables; por ellos las cosas provocan
y reclaman una respuesta afectiva por parte del sujeto. No, por tanto, una mera
respuesta teórica (como un juicio), ni siempre una respuesta práctica o
volitiva (porque no siempre lo considerado exige su realización); ante lo que
posee esas cualidades vivimos una respuesta sentimental, emotiva, afectiva, un
íntimo pronunciarse a favor o en contra. Además, por lo dicho, ese reclamo lo
experimentamos como proviniendo de las cosas; son ellas las que portan
preferibilidad. Con otras palabras, las cualidades de valor son propiedades
intrínsecas.
El
término filosófico “valor” no era ciertamente nuevo. En el siglo XIX Lotze y
Niezsche, cada cual a su modo, lo habían divulgado, y a principios del XX
Meinong y Ehrenfels, discípulos de Brentano, lo afianzaban epistemológicamente.
Husserl ya contaba con él como concepto clave en su doctrina ética. Pero
corresponde sin duda a Scheler el desarrollo de su papel capital en la
fundamentación de la ética en todos sus campos: los bienes, los fines, los
deberes, las virtudes, los sentimientos y el carácter o personalidad moral.
Los
valores son, según Scheler, cualidades; de hecho la comparación que varias
veces ofrece los asemeja a los colores. Los colores hacen a las cosas
coloreadas, los valores tornan los objetos buenos (o malos); los colores no
existen propiamente sin cuerpos extensos, los valores tampoco sin objeto
alguno. Y así como se puede pensar y establecer leyes acerca de los colores con
independencia de las cosas coloreadas, igualmente los valores pueden ser objeto
de consideración y de teoría con independencia —a priori— de las cosas valiosas
o bienes: «Los nombres de los colores no hacen referencia a simples propiedades
de las cosas corporales, aun cuando en la concepción natural del mundo los
fenómenos de color no suelan ser considerados más correctamente que como medio
para distinguir las distintas unidades de cosas corporales. Del mismo modo, los
nombres que designan los valores no hacen referencia a meras propiedades de las
unidades que están dadas como cosas, y que nosotros llamamos bienes. Yo puedo
referirme a un rojo como un puro quale extensivo, por ejemplo, como puro color
del espectro, sin concebirlo como la cobertura de una superficie corpórea, y ni
aun siquiera como algo plano o espacial. Así también valores como agradable,
encantador, amable, y también amistoso, distinguido, noble, en principio me son
accesibles sin que haya de representármelos como propiedades de cosas o de
hombres» [GW II, 35]. De esta suerte, las leyes de los valores (o axiológicas)
rigen por la esencia de ellos mismos, sea cual sea la situación fáctica del
mundo en cuanto a la existencia de bienes y males (la lealtad, por ejemplo, es
siempre un valor positivo aun cuando no se diera ninguna acción leal o nadie la
valorase como merece).
Además,
la comparación con los colores sirve para caer en la cuenta de que ambas son
cualidades simples y originarias: son matices últimos que sólo cabe describir y
señalar. Es más, Scheler afirma que lo primero que se nos da de un objeto es su
valor (lo cual entraña también el primado del sentir frente al conocer
teórico). Naturalmente, esto no significa el absurdo de que pueda percibirse el
valor de algo sin percibir la cosa, sino que no es preciso conocer en qué otras
propiedades de la cosa (en rigor, en qué “depositarios de valor”) se funda el
valor. Las relaciones de fundamentación entre los valores y sus depositarios
hacen posible el desarrollo de una axiología. Es decir, aunque los valores son
simples y originarios, puede hablarse de ciertas condiciones que un objeto deba
cumplir para poder encarnar un valor (por ejemplo, ser corporal para ser
plásticamente bello, o ser libre para ser noble una acción). Y también puede
afirmarse que a ciertos seres les convienen ciertos valores (como a las obras
artísticas la belleza o al ser humano la bondad moral). Pero para esos seres
son convenientes tales valores porque estos son valiosos, y porque los sujetos
son aptos para encarnarlos; no son valiosos los valores por el hecho de que
convengan a esos sujetos. Scheler pone el mayor empeño en mostrar la
objetividad de los valores: el valor no es fruto de la valoración efectiva
(como sucede por el contrario en el uso económico), ni del individuo ni de la
especie entera. Igual que, como sentó Husserl, lo pensado no es producto del
acto de pensarlo individual o específicamente.
Por
otra parte, que los valores sean simples y originarios tampoco significa que no
pueda decirse nada de ellos mismos. Esto es posible porque en los valores se
descubren propiedades. Estas son fundamentalmente tres: polaridad, materia y
altura. Gracias a la polaridad todo valor es positivo o negativo; la materia
brinda el matiz último valioso dentro de la plétora de posibilidades según las
cuales algo puede ser atractivo o repulsivo; y la altura revela el mayor o
menor rango de un valor respecto a otro, o en general en el panorama
axiológico. A la vista de esas propiedades pueden distinguirse cuatro grandes
clases de valores según su materia: los hedónicos, los vitales, los
espirituales (que comprenden los estéticos, los intelectuales y los de lo
justo) y los valores de lo santo. Y atendiendo a la altura habrá de
reconocerse, por ejemplo, que los espirituales son superiores o más altos que los
vitales. Toda la jerarquía se funda, añade, en Dios. Habrá quien replique que
de hecho hay quien prefiere, o tiene por más altos, los valores vitales a los
espirituales, por caso. Pero esto sería tanto como constatar que hay quien
juzga o deduce incorrectamente. Como es obvio, ni los juicios ni las
preferencias fácticas dicen nada de su corrección.
Pues
bien, esa jerarquía de valores constituye la trama de la vida moral. La
realización de aquello que fomente los valores superiores (no siempre en
absoluto, sino de entre los dados en la tendencia en cada situación) será una
acción moralmente buena. Con lo cual aparece la esfera de los valores
propiamente morales. Y aparecen de ese modo: con ocasión —o “a la espalda”— del
acto que realiza algo valioso no moral. Sencillamente, porque la bondad moral
en sí no puede ser objeto directo de nuestra ejecución. Prestamos un servicio
material, nos ejercitamos en el desarrollo de nuestros talentos e incluso
aconsejamos moralmente; pero la bondad moral es el resultado, el don, de todo
ello. El intento directo de realizar por la propia ejecución la bondad moral,
al ser imposible, encubre la voluntad de aparentar, ante uno mismo o ante los
demás, ser bueno; esto es, una actitud farisaica. Esta tesis scheleriana ha
sido objeto frecuente de crítica, en parte por la abrupta formulación con que
Scheler la expone. Otro flanco criticado de la teoría es la unicidad de la
jerarquía axiológica como criterio moral: así, N. Hartmann añade la “fuerza” y
la “urgencia” del valor, y Hildebrand introduce la distinción entre valores
moralmente relevantes y los que no lo son.
Por
consiguiente, según Scheler, toda teoría de bienes y toda doctrina ética con
pretensión de autenticidad, de objetividad, deben basarse en una teoría de los
valores, pues solo ellos dan sentido a los bienes y a lo ético. El reino de los
valores es concebido aquí, más que como algo ajeno a la ontología, como una
nueva región ontológica, pero sin implicar por ello una sustanciación de los
valores (como en cambio tiende a pensar Hartmann). No obstante, es cierto que
una indudable carencia en Scheler es no haber investigado la relación entre esa
región y otras también ontológicas, ni tampoco cómo se fundan los valores en
Dios. Lo más cercano a esto son las mencionadas relaciones esenciales o
aprióricas que enumera entre los valores y sus depositarios o portadores.
Se
comprende entonces que buena parte de su obra fundamental, la Ética, esté
dedicada a criticar las principales doctrinas morales por haber obviado los
valores, omisión que las ha abocado al fracaso. Al mismo tiempo, el autor
muestra que cuanto de acierto hubo en esas doctrinas fue porque presupusieron
sin conciencia explícita el dato del valor. Y así, al hilo de esa revisión,
Scheler va desarrollando estratégicamente su propia concepción. Las teorías
éticas principalmente analizadas son la ética de bienes y fines, la ética
utilitarista o del resultado, la ética eudemonista en general y, más
profusamente, la ética formal y deontológica kantiana. La discusión con Kant
es, en efecto, la más frecuente y detenida. Con el prusiano está enteramente de
acuerdo en la insuficiencia de las anteriores soluciones en la historia de la
filosofía moral; sólo una ética a priori puede mantener incólume la objetividad
moral. Pero discrepa no menos de Kant en que ese apriorismo sea formal y
legalista. La fenomenología ha abierto el camino para descubrir el apriorismo
material: leyes aprióricas sobre valores con cualidad material. «De aquí se ha
seguido para la Ética la consecuencia siguiente: que, a lo largo de su
historia, se constituyó bien como Ética absoluta y apriórica y, por esto,
racional, o bien como una Ética relativa, empírica y emocional. Apenas si ha
sido planteado el problema de si no debiera y podría darse una Ética absoluta
apriórica y emocional. (…) La construcción de una Ética material a priori se
hará únicamente posible con la eliminación definitiva del viejo prejuicio de
que el espíritu humano se agota en el dilema “razón”-“sensibilidad”… Este
dualismo radicalmente falso, que obliga a dar de lado la especie peculiar de
esferas enteras de actos o a interpretarlos equivocadamente, debe desaparecer
sin contemplación alguna del umbral de la filosofía. La Fenomenología del valor
y la Fenomenología de la vida emocional han de considerarse como un dominio de
objetos e investigaciones enteramente autónomo e independiente de la Lógica»
[GW II, 260 y 83].
Por
lo que respecta a las críticas de las teorías éticas interpeladas, la de la
ética de bienes y de fines y la del deber tienen que ver inmediatamente con la
naturaleza o propiedades del valor, y por ello se reflejan a continuación;
mientras que las que impugnan las éticas utilitarista y eudemonista se basan en
las respectivas doctrinas de Scheler de la acción y de la felicidad, que se
verán después. Pues bien, el argumento principal que Scheler esgrime contra la
ética de bienes y de fines consiste en desenmascararla como una ética empirista
y por tanto abocada al relativismo, postura del todo contraria a las vivencias
evidentes. Si se hace depender el valor moral de la constitución empírica del
mundo de bienes fácticos, o de los fines que de hecho los seres humanos
persiguen, no puede asegurarse una objetividad en la ética, puesto que dichos
fundamentos son esencialmente contingentes. En ocasiones se ha advertido que la
ética de bienes y de fines dibujada por Scheler no refleja toda filosofía moral
que pivota sobre las nociones de bien y de fin; en concreto la aristotélica y
la tomista. La objeción tiene sentido, pues Scheler se refiere en ese contexto
a las éticas cercanamente precursoras o posteriores a la kantiana, y cuando
alude a la moral de Aristóteles la identifica sin más precisión con la ética de
bienes empirista. Como es sabido, la hondura de los presupuestos metafísicos de
las éticas aristotélica y tomista —que Scheler no da muestras de conocer bien—
dista mucho del escaso calado de la ética empirista. De manera que no puede
decirse que su ataque alcance a las primeras como lo hace a la última.
Ante
la ética del deber, esto es, la doctrina que hace de la obligación la fuente y
fundamento del valor moral (la kantiana por antonomasia), se pregunta Scheler
por aquello que presta fuerza normativa al deber: o bien es un sentimiento
vinculante, pero entonces el subjetivismo es inevitable; o bien se trata de una
orden arbitrariamente establecida social o positivamente, pero es evidente que
eso no vincula moralmente, de modo incondicionado; o bien —esta será su
postura— hay que mirar a la materia de lo debido, y de ella, en concreto, al
valor (cuyo desconocimiento cegó a Kant esta posibilidad). De donde se sigue
que el deber está fundado sobre el valor. Distingue entonces el fenomenólogo
entre el deber-ser ideal del valor (la general exigencia de venir a la
realidad) y el deber-ser real (la concreta obligación para un sujeto). Un
deber-ser ideal se torna deber-ser normativo merced a una orden o mandato, y
supone además una tendencia contraria por vencer. Un vencimiento, por cierto,
que en cuanto poder es vivido como virtud: «La virtud es el poder o capacidad
vivida inmediatamente de hacer algo debido» [GW II, 213]. De este modo, aunque
Scheler concede un papel al deber (por ejemplo, en la obediencia y en el
influjo de la tradición), ve siempre la conducta movida por deber como imperfecta,
como un condescendiente recurso cuando falta la intuición plena del valor. Y
ante ello cabe preguntarse si semejante descripción es del todo fiel a la
vivencia de las acciones llevadas a cabo por deber.
4.
Fenomenología de la vida emocional
Scheler
proclama el avistamiento del mundo de los valores, pero asimismo, como buen
fenomenólogo, describe con genial penetración la relación del ser humano con
los contenidos axiológicos. Es una ley fundamental en la Fenomenología que a
objetos peculiares correspondan actos peculiares. Actos y vivencias que son
fundamentalmente: el contacto perceptivo con los valores, el estado sentimental
provocado por ellos y la tendencia dirigida a los mismos.
a)
La percepción sentimental de valores
En
cuanto a la percepción de los valores, Scheler sigue básicamente la estela de
Brentano y Husserl: lo valioso no comparece como tal en actos o vivencias
cognoscitivas de índole teórica, sino en vivencias emocionales. Pero se
apartará de aquellos al no conceder a la actividad teórica ningún papel de
fundamento de las vivencias sentimentales.
No
tomamos contacto con los valores en representaciones o en juicios, sino en
sentimientos. Pero ello no lo entiende Scheler al modo emotivista, que termina
siempre en el relativismo. Eso significaría la disolución del valor que con
tanto empeño defiende. Justo para no caer en ese error, Scheler explota una
tierra virgen para la psicología descubierta por Brentano: los sentimientos
intencionales. Se trata de vivencias emotivas; no de percepciones teóricas, ni
tampoco de tendencias. Pero, al igual que todas estas, son intencionales.
Ciertamente,
hay otras vivencias que también llamamos sentimientos y que carecen de
intencionalidad. Vivimos sentimientos no intencionales cada vez que nos vemos
afectados de alguna manera, y precisamente en cuanto así nos sentimos. Scheler
los denomina “estados sentimentales”. En cambio, los sentimientos intencionales
no son estados, sino actos, y como tales están penetrados de intencionalidad.
Actividad sentimental que cuando en ella percibimos una diferente altura entre
dos valores (o de un valor en el trasfondo del conjunto axiológico general)
Scheler llama “preferir”, a diferencia por tanto del “elegir” del ámbito
tendencial o práctico. Los estados sentimentales hablan del sujeto (como el
cansancio, el dolor, la nostalgia, el embotamiento o la paz del espíritu); los
sentimientos intencionales remiten a algo trascendente (la alegría por una
buena noticia, la indignación ante lo injusto, el deleite en una pieza musical
o la admiración de una conducta ejemplar). Que son intencionales dichos
sentimientos lo prueba, según Scheler, que en ellos se nos da un contenido
material (cuya cualidad escapa a las vivencias especulativas), respecto al cual
la vivencia alcanza o no, del todo o en parte, cumplimiento (donde hay entonces
corrección e incorrección) y de quienes se puede decir que son comprensibles
(plenos de sentido). Los estados sentimentales, por el contrario, son opacos y,
a lo sumo, explicables según leyes mecánicas causales. La euforia causada por
el alcohol tiene poco que ver con la alegría por la visita de un amigo. Además,
un mismo estado (por ejemplo, un dolor) puede sentirse intencionalmente de
modos muy distintos (sufriéndolo, sobrellevándolo, soportándolo e incluso amándolo).
«Son, pues, los estados sentimentales radicalmente distintos del sentir (o
percibir sentimental): aquellos pertenecen a los contenidos y fenómenos, y éste
a las funciones de la aprehensión de contenidos y fenómenos. (…) El sentir
tiene exactamente la misma relación con su correlato de valor que la que existe
entre la “representación” y el “objeto”, es decir, una relación intencional»
[GW II, 262-263]. Hasta tal punto lo ve así, que Scheler —frente a Brentano y a
Husserl— priva al sentir axiológico de toda otra intencionalidad fundante,
pretendiendo no obstante evitar el irracionalismo emotivista: delicada posición
a menudo discutida.
Pues
bien, son esos sentimientos intencionales los que nos ofrecen el acceso a los
valores, que podemos percibir sentimentalmente (o sentir) en objetos que los
porten (bienes) reales o figurados. Sin embargo, se haría mal en despreciar,
merced a la importancia y lucidez del sentir axiológico, los estados
sentimentales. Ciertamente, se trata de vivencias que no nos enriquecen de la
misma manera, pero que resultan muy significativas; lo que no es extraño si se
tiene en cuenta que dichos estados son provocados, quizá inconscientemente, por
lo valioso. La resonancia afectiva en que consisten manifiesta diversos
registros o grados de profundidad. Y así llegamos al conocimiento de que
nuestra vida psíquica posee cuatro estratos sentimentales de profundidad y
consistencia diversas: el sensible, el corporal y vital, el puramente anímico y
el espiritual. Estratos donde se localizan los variados estados sentimentales
como, respectivamente, el agrado o el desagrado, el vigor o el decaimiento, el
entusiasmo o la apatía, y la felicidad o la desesperación. Además; cada estado
en su respectivo estrato delata algo del valor que lo ha provocado (aparte de
que todo estado como tal es a su vez valioso): la superficialidad de los
estados emocionales sensibles manifiestan la escasa densidad del valor
hedónico, mientras que la profundidad y estabilidad de los estados afectivos
espirituales nos hablan de la altura y densidad de los valores espirituales.
Por
último, conviene observar que Scheler no ignora la posibilidad del error. No es
la conciencia un oráculo infalible; puede no ver bien, y de hecho sucede esto
con mucha frecuencia. El fenomenólogo señala la causa principal de estos
engaños donde siempre la ha visto la filosofía moral, de paso que advierte
—contra lo que algunos pretenden— que esto no dice nada en favor del
relativismo. «Entre las razones que llevaron a la teoría de la subjetividad de
los valores morales ocupa el primer lugar el hecho de que es más difícil
conocer y juzgar valores objetivos que cualesquiera otros contenidos objetivos.
“Más difícil” en el sentido de que se han de superar aquí un número mayor de
motivos de engaño —y más fuertes— que en el caso de cualquier otro conocimiento
teórico. No, pues, porque los valores fueran símbolos de los intereses y de su
lucha, sino porque ya la experiencia de esos valores supone una lucha más dura
frente a nuestros intereses, y es mucho más rara la lucha victoriosa que en el
caso de otro conocimiento, y se llega con más facilidad a confundir lo que nos
sugieren nuestros intereses con el contenido del conocimiento objetivo de los
valores. La razón consiste en que nuestro conocimiento de los valores morales
está en conjunción más inmediata con nuestra vida volitiva que nuestro
conocimiento teórico» [GW II, 321]. Además, en su escrito El Resentimiento en
la Moral nos ha legado Scheler un lúcido análisis de cómo una vivencia afectiva
envenena y distorsiona de raíz la intuición moral. Por lo demás, Scheler
entiende que esos errores o engaños estimativos son la causa del mal moral, lo
que admite como una modalidad —no intelectualista— del principio socrático.
b)
La vida tendencial
Otro
ámbito de la relación humana con los valores es el tender a ellos. Piensa
Scheler que ese es nuestro modo de vivir. Vivimos persiguiendo unos valores
(recuérdese, siempre encarnados en bienes) y huyendo de otros. Pero tender
tiene en Scheler un sentido que conviene aclarar. Como otros fenomenólogos,
este autor concibe la vida tendencial de modo muy ancho, de la cual una clase
es el querer voluntario. Este sólo se da cuando se procura activa y
personalmente la realización de algo, que llamamos fin de la voluntad. Fines
del querer o de la voluntad únicamente pueden ser, entonces, bienes: cosas
valiosas que pueden ser realizadas. Sólo impropiamente, por consiguiente, suele
decirse que queremos valores. Mas se trata de una imprecisión en cierto modo
justificada, porque delata que nuestro querer, aunque no tenga por objeto
directo los valores, se guía y orienta por ellos. Lo que sí acontece es que
tendemos a valores; más precisamente, que vivimos tendencias con dirección de
valor. Y precisamente esas tendencias a valores rigen y determinan los actos de
querer referidos a bienes. Dicho de otra manera, bajo el querer bienes hay un
tender más genérico a valores.
Con
ello Scheler termina dibujando una novedosa teoría de la acción, lo que le
sirve para criticar la ética utilitarista. El filósofo comprende la acción
humana como un movimiento desde lo que llama “disposición de ánimo” (Gesinnung)
hasta la ejecución concreta. Esa disposición es una tendencia con dirección de
valor (uno de los tipos de tendencia que describe). Una tendencia que,
venciendo resistencias internas y externas, se vive como un poder referido a
valores —poder que es virtud—, y que al encontrar un componente representativo
donde encarnarse se configura como volición ya de un fin concreto. De esta
forma, al concebir el inicio y motor de la acción en la disposición de ánimo
tendiendo a valores, se opone a toda explicación del obrar que cargue la
motivación en la realidad de los fines, tal como piensa la ética de fines
utilitarista. Y de esta suerte aparece, además, el criterio moral en toda su
hondura: «Lejos de que la distinción de valor moral más honda que existe entre
los hombres consista en lo que ellos eligen como fines, consiste, por el
contrario, en las materias de valor y en las relaciones de estructura que esas
materias encierran (…), materias y relaciones entre las que únicamente han de
elegir y proponerse fines los hombres, y que, por consiguiente, indican el
margen posible de acción para aquella proposición de fines. Claro está que no
es “buena” moralmente, de un modo inmediato, la “inclinación” ni la tendencia o
la aspiración, sino únicamente el acto voluntario en el que elegimos el valor
de entre todos los valores que nos están “dados” en las apeticiones. Pero ya en
las apeticiones mismas ese valor es el “valor más alto”, y esa su altura no
nace de su relación con el querer. Nuestro querer es “bueno” si es que elige el
valor más alto radicante en las inclinaciones» [GW II, 62].
Si
se unen ahora varios elementos del discurso scheleriano se comprenderá bien la
crítica igualmente original —la que resta por mencionar— a la ética
eudemonista. Scheler entiende por esta última filosofía moral aquella que hace
de la felicidad el fin del obrar humano bueno. Hay que advertir que, como
sucedía en el análisis de la ética de bienes y fines, Scheler no distingue
entre el eudemonismo clásico y el eudemonismo hedonista moderno, cuyas
respectivas ideas de la felicidad difieren. Con lo cual, el logro de la crítica
se circunscribe al planteamiento moderno, pero el análisis no deja por ello de
ser agudo e instructivo. Conforme al eudemonismo moderno, entonces, la
felicidad o bienaventuranza consiste en un estado sentimental que se pretende
como consecuencia de una conducta. Ahora bien, según el fenomenólogo, todo
estado sentimental es fruto del contacto con un valor, y ello —como sabemos—
según una relación de proporcionalidad entre la profundidad del estado y la
altura del valor. Por tanto, la felicidad no puede ser efecto de la acción,
sino el hondo eco afectivo del vivir los valores más altos. La felicidad no
puede perseguirse como fin; es un regalo de la familiaridad con la cima
axiológica. Scheler da entonces un paso más, y para comprender su tesis hay que
recordar que la acción presupone la tendencia a valores, y esta a su vez la
aprehensión de los mismos con el correspondiente estado sentimental (que cuando
los valores son los más altos se trata de la felicidad). De lo cual resulta que
la felicidad no sólo no es fin de la acción buena, ni tampoco es sólo un don
que con ella recibimos, sino que es más bien su fuente. No es que se llegue a
la felicidad por la conducta buena, sino que «únicamente la persona feliz puede
tener una buena voluntad, y únicamente la persona desesperada tiene que ser
también mala en el querer y en el obrar. (…) Toda dirección buena de la
voluntad tiene su nacimiento en una superabundancia de sentimientos positivos
del estrato más profundo» [GW II, 350].
c)
El amor
Pero
con esto no acaba todo, pues Scheler vuelve a descubrir otro plano emocional
más hondo. Se trata de una vivencia que subyace incluso al tender y al sentir,
que viene a ser la médula de la esencia humana: el amor. «Antes de ens cogitans
o de ens volens es el hombre un ens amans» [GW X, 356]. El amor es un fenómeno
originario, no un simple conglomerado de estados afectivos en los que se
asocian tendencias o impulsos: «Todo intento de reducir el amor y el odio a un
complejo de sentimientos y tendencias yerra el golpe» [GW VII, 150]. Scheler no
llegó a dejarnos una investigación sobre la primordialidad del amor. Lo más
cercano a ello es su opúsculo Amor y conocimiento y sus reflexiones en Esencia
y formas de la simpatía. Esta obra era parte del ambicioso proyecto de una
serie de estudios titulada Las leyes del sentido de la vida emocional. Además
del mencionado sobre la simpatía, esto es, sobre la comprensión de las
vivencias ajenas, Scheler escribió brevemente sobre el sufrimiento, mostrando
que puede vivirse espiritualmente de diversos modos en diferentes estratos
sentimentales, y más por extenso sobre el pudor, que lo entiende como un
sentimiento de protección del valor individual de la persona frente a la
generalidad impersonal del dinamismo vital. Pero volvamos al amor, la vivencia
emocional sin duda más importante.
Scheler
defiende la peculiaridad del amor contra cualquier reducción naturalista,
especialmente la llevada a cabo por Freud. La definición del amor más completa
que el autor ofrece es la siguiente: «El amor es el movimiento en el que todo
objeto concretamente individual que porta valores llega a los valores más altos
posibles para él con arreglo a su determinación ideal; o en el que alcanza su
esencia axiológica ideal, la que le es peculiar» [GW VII, 164]. Tres elementos
pueden distinguirse aquí. Primero, el amor es un “movimiento”; esto es, un acto
espontáneo, no un estado pasivo o disfrute meramente subjetivo. Segundo, se
dirige a un objeto individual valioso; lo cual excluye el amor a idealidades
abstractas (incluidos los valores mismos o la humanidad en general). Tercero,
la dinámica del amor se dirige a valores más altos, que no supongan violentar
la naturaleza del objeto amado, sino que le pertenezcan de una manera peculiar,
según su esencia ideal.
Esto
último entraña varias tesis importantes que desembocan en su pensamiento moral.
Por un lado, el amor aparece como descubridor de unos valores y una esencia
ideal de lo amado. Scheler se opone a la manida idea del amor ciego; todo lo
contrario, el amor ve más, descubre (desde luego no crea), lo valioso en el
objeto. «Este acto juega más bien el papel de auténtico descubridor en nuestra
aprehensión del valor —y solamente él representa ese papel—; y, por así decir,
representa un movimiento en cuyo proceso irradian y se iluminan para el ser
respectivo nuevos y más altos valores que hasta entonces desconocía totalmente»
[GW II, 267]. En general, el amor ensancha (o reduce) la capacidad de sentir
del hombre, y su naturaleza dinámica lo convierte en motor de su vida
tendencial. Más aún, Scheler llega a caracterizar el amor y el odio como los
actos «que fundan todos los otros actos por los cuales nuestro espíritu puede
aprehender un objeto “posible”» [GW VI, 95-96]. Por otro lado, en todo posible
objeto de amor puede dibujarse entonces una esencia ideal valiosa, y portadora,
como valiosa, de un deber-ser ideal. Tal esencia ideal axiológica a la que se
tiende la vive especialmente la persona humana, por tratarse del ser más
dinámico y activo (como se verá en su doctrina antropológica).
El
ámbito de la persona (el definitivo para la moral) se eleva sobre otros objetos
y formas de amor. Para Scheler el amor se presenta bajo tres formas de
existencia: el amor espiritual de la persona, el amor anímico del yo individual
y el amor vital o pasional. El primero es el propio de la persona, y el único que
a otra persona puede propiamente dirigirse.
Por
consiguiente, ese amor personal descubrirá, en uno mismo y en otros, la idea de
persona que todo ser humano tiene ante sí, sea más o menos consciente de ello,
que responde a sus íntimas aspiraciones y que se dibuja como ideal normativo.
Además, lo más determinante de la persona —sea la que de hecho vive, sea la que
idealmente invita a ser vivida— es precisamente su amor, su modo de amar. Modo
cuya esencia viene definida por dos coordenadas: la anchura del espectro
axiológico de lo amado, y las relaciones según de preferibilidad que entraña. A
ese modo de amar Scheler lo llamará, con la expresión agustiniana, ordo amoris:
«Quien posee el ordo amoris de un hombre posee al hombre. Posee respecto de
este hombre, como sujeto moral, algo como la fórmula cristalina para el
cristal» [GW X, 348].
5.
La Ética como seguimiento
Según
se dijo, la obra mayor de Scheler está dedicada a la ética. También se advirtió
que el comienzo y buena parte de ella se ocupa de establecer los fundamentos y
de abrirse paso frente a las doctrinas heredadas de la tradición filosófica. De
manera que es sólo al final cuando esboza su concepción de la ética propiamente
dicha, es decir, como ideal y tarea morales. Para hacer comprensible su
propuesta, el fenomenólogo ha de sacar a la luz, además, una nueva idea de
persona. Sin embargo, puede describirse el núcleo de su ética con la definición
de persona como ordo amoris (dejando para después la exposición más detallada
de su antropología).
Pues
bien, la médula de la idea scheleriana de la vida moral puede resumirse con las
siguientes palabras: «La relación vivida en que está la persona con el
contenido de personalidad de prototipo es el seguimiento, fundado en el amor a
ese contenido en la formación de su ser moral personal» [GW II, 560]. Los
elementos que aparecen en esta formulación constituyen los parámetros de la
doctrina ética de Scheler, comprensibles a la luz de lo visto antes. El ideal
moral de cada uno estriba en llegar a ser la persona moral ideal, o prototipo
axiológico (llamada también, en Ordo amoris, “determinación individual”), a que
se descubre destinado; y esa transformación del propio ser moral se lleva a
cabo por virtud del amor a dicha persona ideal. Amor que al identificarse con
el modo de vivir y actuar de esa persona se llama seguimiento. Dos son las
claves de esta doctrina del seguimiento.
Una
primera, la tesis según la cual a cada persona corresponde un ideal personal.
Si recordamos que la persona es fundamentalmente un ordo amoris, una estructura
de preferencias axiológicamente cualificadas, se comprenderá que ese ideal,
modelo o prototipo, personal lo defina su autor como sigue: «el prototipo es,
si atendemos a su contenido, una consistencia estructurada de valores con la
unidad de forma de una persona; una esencia estructurada de valor en forma
personal» [GW II, 564]. Y de la misma manera que a todo valor pertenece una
exigencia o reclamo, un deber-ser ideal, dicha esencia de valor contiene el
carácter de deber-ser en relación a aquel a quien corresponde ese modelo: «y,
si atendemos al carácter prototípico del contenido, es la unidad de una
exigencia de deber-ser fundada en ese contenido» [ibidem]. De esta manera, el
sujeto moral ve perfilarse ante sí no sólo los deberes generales comunes a
todos los hombres, que según Scheler se engendran de la jerarquía universal de
los valores; sino también unos deberes individuales que le atañen y apelan de
modo único e intransferible. Lo primero da sentido a la convocatoria ética
general; lo segundo a la vocación personal que descubre la conciencia. Por otra
parte, como guía en la búsqueda del propio ideal, Scheler propone unos modelos
tipo dentro de los cuales, como en el seno de una estructura apriórica de
personas axiológicas, pueda darse todo modelo posible. Esos tipos son: el
genio, el héroe y el santo.
La
segunda clave consiste en el modo como acontece ese proceso de transformación
moral. Si la raíz de la persona moral es su ordo amoris —que viene a ser
aquella disposición de ánimo que animaba toda acción—, esto es, si la persona
consiste en amar de cierta manera, su transformación podrá tener lugar variando
esa manera según el modelo ideal. Ahora bien, únicamente podremos percibir
(sentir) cómo ama realmente ese ideal de persona si lo vemos encarnado, aun
parcialmente, en personas reales. Es decir, análogamente a como es necesaria
una cierta base de bienes para intuir valores, es también preciso que nos
salgan al paso personas reales en las que intuyamos nuestro peculiar prototipo
(o algún aspecto de él). Esas personas se nos aparecen, entonces, como
ejemplares prototípicos (en el marco de los tipos aprióricos): «Este cambio y
mudanza en la disposición de ánimo se realiza primariamente merced a un cambio
de la dirección del amor en el convivir el amor del ejemplar prototípico» [GW
II, 566]. A estos ejemplares no se debe tanto imitar externamente cuanto seguir
internamente.
El
nervio del discurso de Scheler viene a ser, por tanto, que bajo la realización
de acciones concretas vive un querer más general (mas no amorfo); que bajo la
obediencia a mandatos recibidos de una voluntad lo decisivo y auténticamente
moral reside en la conformación del querer propio con el de esa voluntad buena.
Lo que no excluye —al contrario, lo posibilita y fundamenta— el valor moral de
la obediencia, toda vez que, careciendo de una intuición adecuada de la bondad
de lo mandado, la tengamos en cambio clara respecto a la voluntad de quien
ordena.
Sin
embargo, aunque Scheler describe la tarea moral de la manera expuesta, en
ocasiones la insistencia en la originariedad y consistencia de la disposición
moral suscita la duda acerca de su posible modificación. Puede decirse que esta
es una de las cuestiones que quedan abiertas en Scheler; también —según algunos
estudiosos— desde la perspectiva de la relación de la fenomenología de la
acción de la persona con la ontología de la misma.
6.
Antropología: del personalismo teísta al dualismo panteísta
El
pensamiento antropológico de Scheler no fue homogéneo. En concreto, se suelen
distinguir dos épocas, cuyo punto de inflexión se sitúa en 1922, donde es clara
una variación de posición intelectual y de actitud religiosa. La discusión en
torno a las razones de ese cambio, e incluso si se trata de una verdadera
mutación o más bien de un desarrollo coherente, permanece aún abierta. Desde
luego, no puede negarse la diferencia; por ejemplo en 1926, en el prólogo a la
3ª edición de su Ética (de cuyo contenido sin embargo no se desdice), escribe:
«Es bien notorio el hecho de que el autor no sólo ha desarrollado con notable
amplitud su punto de vista en ciertas cuestiones supremas de la Metafísica y
filosofía de la religión, a partir de la publicación de la segunda edición del
presente libro, sino que también ha variado en una cuestión tan esencial como
es la Metafísica del ser uno y absoluto, hasta el punto que ya no puede
llamarse a sí mismo “teísta”. (…) Por lo demás, las variaciones de las ideas
metafísicas del autor no desembocan en variaciones de su filosofía del espíritu
ni de los correlatos objetivos de los actos espirituales, sino en variaciones y
ampliaciones de su filosofía de la Naturaleza y de su Antropología» [GW II,
17].
a)
Etapa fenomenológica
En
la primera etapa, llamada fenomenológica, que abarca casi toda su producción y
cuya preocupación es moral, el punto focal y clave de bóveda del pensamiento de
Scheler es la persona, como la doctrina del seguimiento hace patente. Por ello,
no extraña que el subtítulo de Ética rece: Nuevo ensayo de fundamentación de un
personalismo ético. Y descansa esa doctrina moral en la persona como sujeto
libre y unitario. Libre porque se comprende a sí mismo como autor responsable
de su propia aventura moral. Con una libertad que es comprensible por motivos,
no explicable por causas. Y unitario porque, aunque encuentra en sí tendencias
contrapuestas, posee la energía suficiente para poder (o al menos intentar)
dominar y encauzar las diversas dimensiones de su ser. Además, la tesis de que
cada persona posee una determinación individual, un prototipo ideal personal,
subraya la individualidad irrepetible de cada ser humano. De cuya supervivencia
tras la muerte, por lo demás, tampoco duda, como sostiene en Muerte y
supervivencia. Por otra parte, se trata de una individualidad que no excluye la
honda consideración de lo colectivo o social, como muestra bien la importancia
y riqueza con que el autor concibe la noción de solidaridad y de persona
colectiva y social.
Este
modelo antropológico se ve reforzado por un teísmo igualmente personal. Las
reflexiones en torno a lo divino y a Dios, recogidas en De lo eterno en el
hombre, constituyen la base de una auténtica Filosofía de la religión. Allí se
sientan las bases (y se promete un desarrollo que nunca llegó) de cuestiones
como la esencia de la religión y de la esfera de lo divino, los modos de fundar
verdades últimas, el puesto de la religión en la estructura total de la razón
humana, las leyes del origen de toda religión auténtica o la estructura y orden
de las fuentes de los actos religiosos. Las líneas de fuerza del pensamiento de
Scheler en este terreno y época son: el origen de la reflexión en la
experiencia esencial de lo divino (sin que esto implique subjetivismo), la
religión como un saber propio, originario e irreductible, la religión como necesidad
esencial del espíritu humano y la concepción de Dios como un Ser personal.
Sin
embargo, no todo es claridad en esta concepción antropológica de Scheler.
Oscuridad que es el precio que termina pagando por buscar una nueva idea de
persona. A Scheler le parecían estrechos los moldes antropológicos
tradicionales: el actualismo y el sustancialismo. Al ser la persona
fundamentalmente amor, y al apuntar la tarea ética a transformar el propio modo
de amar, Scheler busca sortear esas dos posturas. La primera, abanderada por el
asociacionismo, que concibe al ser humano como haz de actos, no deja lugar a la
identidad del sujeto moral; la segunda, que él ve en quienes entienden la
persona como sustancia, impide su transformación radical. Por ello, en Ética
ofrece la siguiente definición: «la persona es la unidad de ser concreta y
esencial de actos de la esencia más diversa» [GW II, 382].
Unidad
e identidad no sustancial, sino un alguien que vive únicamente en la
realización de sus actos: tal es el difícil equilibrio de Scheler. Posición
criticada por algunos como imposible y por otros como innecesaria, por suponer
una injusta visión del sustancialismo. Esto último parece desde luego claro;
por ejemplo, cuando dice: «En cuanto que esa teoría actualista de la persona niega
que la persona sea una “cosa” o una “sustancia” que realiza actos en el sentido
de una causalidad sustancial, tiene, desde luego, toda la razón. (…) la persona
existe y se vive únicamente como ser realizador de actos, y de ningún modo se
halla “tras de éstos”, o “sobre ellos”, ni es tampoco algo que, como un punto
en reposo, estuviera “por cima” de la realización y el curso de sus actos» [GW
II, 384]. Hasta tal punto la persona es y vive en sus actos, que esa actualidad
le es esencial. Por eso, es de la esencia de la persona no poder tornarse nunca
objeto de un acto de reflexión. Y con ello distingue la persona espiritual —no
objetivable, sí amable— del yo estudiado por la Psicología. Además, advierte
que la actividad espiritual de la persona no es sólo la intelectual, sino
también y de no menor rango la afectiva y amorosa. El esfuerzo del
fenomenólogo, más o menos acertado, es comprender la persona como autor de su
propia aventura y esencia morales. En esta etapa la consideración ontológica
era secundaria.
b)
Etapa posterior
Otra
cosa sucede, en cambio, a partir de 1922, en la llamada segunda época de este
autor. El fruto de lo ahora pensado lo constituye El puesto del hombre en el
cosmos. Aquí su preocupación es ya ontológica. Scheler trata ahora de encontrar
una idea unitaria del ser humano, así como situarle en el mapa ontológico. Y
las claves del resultado pueden expresarse en cuatro puntos: el autor mantiene
la concepción dinámica del hombre; un dinamismo que se percibe en diversos
niveles funcionales y ontológicos irreductibles; esos niveles o estratos no
logran verse integrados unitariamente, y el hombre termina apareciendo como un
punto de encuentro entre los dinamismos espiritual y vital; por último, la
actividad espiritual viene a identificarse con lo divino como una aparición o
manifestación suya, e incluso ese espíritu y la vida acaban por verse como
atributos del Ser originario. Como es de esperar, esta posición de Scheler ha
sido objeto de abundante literatura crítica. Y según una opinión muy extendida,
le ha valido el título de pionero de la Antropología filosófica como ciencia
propia.
De
entrada, dos son los méritos fundamentales que este escrito exhibe y con los
cuales se ha granjeado semejante reconocimiento. Primero, que Scheler intenta
en él hacerse una idea del hombre desde todas las perspectivas de su complejo
ser y actividad, es decir, contando con todas las ciencias que a lo humano
atañen (desde las modernas Biología y Psicología hasta la Teoría del
conocimiento y la Metafísica). Segundo, que no se interesa menos por el vivir y
obrar humanos que por su ser y esencia. Según Scheler, a comienzos del siglo XX
la perplejidad había hecho presa de quienes se preguntaban por el ser humano.
Convivían en el medio cultural tres ideas del hombre sostenidas con igual
convicción, y sin embargo distintas y hasta incompatibles entre sí. Se pensaba
el hombre como animal racional, según la herencia filosófica griega; como hijo
de Dios llamado a salvarse al fin de los tiempos, según la tradición cristiana;
y como el eslabón más evolucionado del reino animal, según la moderna ciencia.
El reto consiste en unificar esas concepciones respetando su verdad, sin
reducir el hombre a ninguno de los extremos.
Con
ese objetivo, Scheler comienza describiendo al ser humano como un ser vivo. Ya
desde sus primeros escritos la vida es entendida como una realidad originaria e
irreductible, no como un mero mecanismo físico-químico al que un alma
vivificara. Según él, Descartes se equivocaba cuando establecía la dualidad humana
en la distinción cuerpo-alma, físico-anímico. Además, basándose en ciertos
contactos inconscientes entre seres vivos, Scheler llega a afirmar la vida como
realidad supraindividual (en la 2ª edición de Esencia y formas de la simpatía,
de 1922), al introducir la “unificación afectiva” como nueva forma de simpatía.
Esa
vida se manifiesta en diversos grados, que se dan en el hombre como en un
microcosmos. El primer grado es el “impulso afectivo”, que no es sino el
primitivo vigor de crecimiento y reproducción; es la forma propia de los
vegetales. El segundo es la vitalidad del reino animal: el “instinto”. A
continuación, Scheler distingue el grado superior de la “memoria asociativa”,
que consiste en la capacidad de retener experiencias y que lleva a repetir los
actos exitosos, generándose un hábito. Y la forma superior de la vida es lo que
llama “inteligencia práctica”, mediante la cual el ser vivo innova soluciones
técnicas ante situaciones inéditas, capacidad que se da tanto en el hombre como
en los mamíferos superiores.
Pero
el ser humano posee, además de todos los grados de la vida, un principio del
todo distinto: el espíritu, un principio superior e irreductible a la vida. He
aquí la auténtica dualidad humana: «Así pues, no es lo físico y lo anímico, ni
el cuerpo y el alma, ni el cerebro y el alma, lo que constituye una antítesis
óntica en el hombre, y que también subjetivamente es vivida como tal, es de un
orden muy superior y mucho más profundo: es la antítesis de espíritu y vida»
[GW IX, 62]. Hecho que se pone de manifiesto al constatar que el espíritu es
capaz de objetivar las cosas. Es decir, puede desvincularse de su interés vital
hacia las cosas de su derredor; puede mirarlas no como cosas “para mí” sino “en
sí”: es capaz de “idear”. El espíritu supera así la vida, sus leyes y su medio
(o entorno). Hasta es capaz de oponerse a todo esto, de decir que “no” a lo
vital, de hacer del hombre un «asceta de la vida» [GW IX, 44]. De manera que el
ser humano, merced a su espíritu, puede vivir de otra modo y en otra esfera que
la vital. La vida animal tiene un “entorno”, la actividad espiritual tiene
“mundo”: en esta independencia se funda su libertad. «Un ser “espiritual” ya no
está, pues, ligado al impulso y al medio, es un ser “libre respecto del medio”
y —así queremos llamarlo nosotros— “abierto al mundo”: este ser tiene “mundo”»
[GW IX, 32].
A
continuación Scheler sostiene una tesis sorprendente: el espíritu carece de la
fuerza y energía necesarias para obrar. Esa energía —toda energía— procede del
impulso vital. Se trata de un proceso con dos caras: el impulso vital se
espiritualiza sublimándose (aunque no al modo freudiano) y el espíritu opera en
la realidad vivificándose. Pero Scheler no piensa en un nuevo naturalismo o
vitalismo, porque los principios vital y espiritual siguen siendo diferentes.
Parece que otra vez busca un equilibrio antropológico, esta vez entre el
naturalismo y el idealismo, teniendo más a la vista el actuar y el devenir que
sus principios. Por eso, la mutua dependencia se refiere a la actividad, no al
ser: «Estos dos principios, “vida” y “espíritu”, pese a ser tan distintos en lo
tocante a su esencia, en el hombre dependen uno del otro: el espíritu idea la
vida, pero sólo la vida puede poner en actividad y hacer realidad el espíritu,
desde el más simple de sus actos hasta la producción de una obra a la que
atribuimos un significado espiritual» [GW IX, 62].
Además,
al latir en esta época la preocupación ontológica por el fundamento, tanto del
hombre como del cosmos, identifica el principio espiritual con lo divino,
extendiendo aquel proceso al entero cosmos. Más aún, Scheler termina hablando
de un fundamento único del que espíritu y vida serían manifestaciones que se
dan cita justo en el hombre: «Para nosotros la relación fundamental del hombre
con el fundamento del mundo estriba en que en el hombre —que, como tal, en
tanto que ser vivo y en tanto que espíritu, es tan sólo un centro parcial del
espíritu y del impulso del “ser-por-sí”— este fundamento se aprehende y realiza
de forma inmediata. Se trata de la vieja idea de Spinoza, de Hegel y de otros
muchos: el Ser originario adquiere conciencia de sí mismo en el hombre, en el
mismo acto en el que éste se reconoce fundado en él. Nosotros tan sólo hemos de
reformular esta idea, hasta ahora expresada en términos excesivamente
intelectualistas: este saberse-fundado es sólo una consecuencia de la
implicación activa del centro de nuestro ser en favor de la exigencia ideal de
la deitas y del intento de realizarla, y en esta realización contribuir a engendrar
el “Dios” deviniente desde el fundamento originario en tanto que compenetración
creciente de impulso y espíritu. El lugar de esta autorrealización o, digámoslo
así, de esta autodivinización que busca el Ser-que-es-por-sí y por mor de la
cual éste aceptó la “historia” del mundo, este lugar es precisamente el hombre,
el yo y el corazón humanos» [GW IX, 70].
Lógicamente,
esta nueva visión conlleva una Filosofía de la religión radicalmente distinta a
la sostenida antes. Ya no hay teísmo, sino panteísmo (Scheler prefiere decir
“panenteísmo”); ni autonomía de la religión, sino un gnosticismo donde se
funden el saber filosófico y el saber de salvación.
Ahora
bien, esta postura final desemboca en más preguntas que respuestas, y aleja a
su autor del primitivo espíritu fenomenológico. La filosofía de Scheler pervive
así como un pensamiento tan sugerente y fecundo como problemático e inconcluso.
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