viernes, 19 de junio de 2015

Belgrano: "Ay Patria Mia". Por S.E. Cab Gran Cruz Don Andrés Mendieta (+) Periodista , historiador, SOBERANA COMPAÑÍA DE LOYOLA S.C.L.





La ban­dera argen­tina, blanca y celeste, creada por Bel­grano, fue el pri­mer sím­bolo popu­lar de nues­tra Patria y de nues­tra Inde­pen­den­cia. Fue la insig­nia de la liber­tad al frente del Ejér­cito y en manos del pue­blo. Fue la entrada de una nueva nación entre todas las nacio­nes del mundo. Su his­to­ria es la his­to­ria de nues­tros idea­les, de nues­tras luchas y de nues­tros triun­fos. Por ella com­ba­tie­ron nues­tros gran­des capi­ta­nes y por ella murie­ron nues­tros héroes. Cuando ella nació, nació nues­tra Patria. Su vida es nues­tra vida y la de todos los argen­ti­nos que nos pre­ce­die­ron y que nos suce­de­rán en su defensa y en su glo­ri­fi­ca­ción. Ella tiene en sí, para todos los argen­ti­nos, la inmortalidad”.



Con estos frag­men­tos toma­dos de un escrito que le corres­ponde a Enri­que de Gan­día, refi­rién­dose  a la Ban­dera Nacio­nal creada por Manuel Bel­grano, muerto el 20 de junio de 1820, men­ciona reite­ra­da­mente la pala­bra “PATRIA”. Por su parte, el pró­cer –un ada­lid de la liber­tad y la nacio­na­li­dad– antes de morir y   superando el dolor que le pro­du­cía su enfer­me­dad pade­cía aún más por el estado de anar­quía que se vivía en Bue­nos Aires, cerró sus ojos excla­mando: “Si es nece­sa­ria mi vida para ase­gu­rar el orden público aquí está mi pecho: Quí­ten­mela”… Y con un “¡Ay patria mía!”
A esa pala­bra “PATRIA”, como así el nom­bre de quie­nes for­ja­ron la Argen­tina de hoy, no se las sien­ten men­cio­nar  a  los polí­ti­cos,  a los legis­la­do­res  ni menos aún a las  auto­ri­da­des guber­na­men­ta­les en sus dis­cur­sos. ¿Será por temor a la com­pa­ra­ción o por­qué igno­ran el pasado argen­tino? ¿Será por tan­tos ejem­plos que nos lega­ron  los padres de la argen­ti­ni­dad que las actua­les gene­ra­cio­nes omi­ten recor­dar­los con la unción que ellos mere­cen? Dejo en uste­des esta inquie­tud, ami­gos lec­to­res, cuya preo­cu­pa­ción es tam­bién mía…
Decir Manuel Bel­grano, es darle nom­bre a la vene­ra­ción y glo­ria  a la memo­ria. Es decir: PATRIA, HONOR Y LIBER­TAD. Cual­quier cali­fi­ca­tivo que se uti­li­zase para defi­nir la gran­deza de don Manuel Joa­quín del Cora­zón de Jesús Bel­grano, nacido en Bue­nos Aires el 3 de junio de 1770, no alcanza a cubrir su mag­ni­tud. Fue uno de los cere­bros más lúci­dos, más pru­den­tes, más refle­xi­vos, más equi­li­bra­dos y mejor infor­ma­dos que hubo en su tiempo en el Río de la Plata. Fue aus­tero, dotado de una enorme capa­ci­dad de renun­cia­miento, con el estricto sen­tido del deber y de la dis­ci­plina. Amó la ver­dad apa­sio­na­da­mente, y su abso­luta inca­pa­ci­dad para velar por si mismo le hizo morir pobre. No tenía medios eco­nó­mi­cos y las auto­ri­da­des le nega­ban toda ayuda. Sólo los ami­gos le brin­da­ron los soco­rros indis­pen­sa­bles y esto no dejaba de ator­men­tarle. Es el único argen­tino que tra­bajó die­ci­séis años antes de la Revo­lu­ción y diez años des­pués tam­bién por la Revo­lu­ción. Resulta muy difí­cil ofre­cer una sín­te­sis de una vida tan rica de ejem­plos de abne­ga­ción, sacri­fi­cio, patrio­tismo y con­sa­gra­ción al tra­bajo sin pausa ni des­canso. Bel­grano, sin lugar a dudas, estaba pre­pa­rado al calor de una enorme voca­ción de gran­deza para aco­me­ter la empresa que, a todas luces, debía desem­bo­car, inelu­di­ble­mente, en la rup­tura de la depen­den­cia colo­nial y en la auto­no­mía política.
Licen­ciado en filo­so­fía, bachi­ller en leyes de Valla­do­lid, abo­gado en Sala­manca, posee­dor de idio­mas, estu­dioso de eco­no­mía polí­tica y dere­cho público; cono­ci­mien­tos que lo des­ta­ca­ron en la secre­ta­ría del Con­su­lado de Bue­nos Aires. Luchó por la supre­sión del mono­po­lio mer­can­til, por el comer­cio libre, por la ins­tau­ra­ción de con­quis­tas téc­ni­cas en la agri­cul­tura, la nave­ga­ción y la indus­tria, encar­nando intere­ses que no podían evo­lu­cio­nar por la asfi­xia impuesta desde la penín­sula. Pro­puso la crea­ción de una escuela de Comer­cio, de una Escuela Náu­tica, de una com­pa­ñía de segu­ros marí­ti­mos y terres­tres y de una Escuela de Dibujo, en la que “se ense­ña­ría geo­me­tría, arqui­tec­tura, pers­pec­tiva y toda clase de dibujo”. Estaba en con­tra del mono­po­lio de Cádiz. Radi­cado en la capi­tal del Virrei­nato publicó artícu­los donde repro­du­cía sus pen­sa­mien­tos vin­cu­la­dos al comer­cio, la indus­tria y la edu­ca­ción, donde envol­vía una pro­pa­ganda sedi­ciosa y revo­lu­cio­na­ria. Tam­bién ver­tió su pasión por la patria libre en  “El Telé­grafo Mer­can­til, Rural, Polí­tico, Eco­nó­mico e His­to­rio­grá­fico del Río de la Plata”, en  “Sema­na­rio de Agri­cul­tura y Comer­cio”, “Correo de Comer­cio de Bue­nos Aires” y en “La Gaceta de Bue­nos Aires”.
Muchos des­co­no­cen la tra­yec­to­ria de Bel­grano mili­tar. La esti­ma­ción obe­de­cer al leer su auto­bio­gra­fía cuando dice: “Mis cono­ci­mien­tos mili­ta­res eran muy cor­tos”. Su humil­dad lo hacía pen­sar así des­pués de los desas­tres de Vil­ca­pu­gio y Ayohuma. En 1797 el virrey Melo de Por­tu­gal lo designó Capi­tán de Mili­cias Urba­nas de Infan­te­ría y, des­pués de las inva­sio­nes ingle­sas, el virrey Sobre­monte lo asi­miló en Patri­cios con el grado de Sar­gento Mayor y, más tarde, Liniers lo con­vocó a su lado en caso de una “nueva inva­sión”. Sobre la peri­cia mili­tar del pró­cer, no fue mez­quina por parte de Cor­ne­lio Saa­ve­dra, cuando se refiere a los ser­vi­cios pres­ta­dos en el Regi­miento de Patri­cios. En los pri­me­ros años del siglo XIX sola­mente los her­ma­nos Anto­nio, Ramón y Mar­cos Gon­zá­lez Bal­carce tenían una sólida for­ma­ción espe­cia­li­zada dado que, se dedi­ca­ron total­mente a las armas. Ade­más cabe con­sig­nar que nin­guno de los supues­tos jefes crio­llos resi­den­tes en Bue­nos Aires tenían ni la som­bra de los ante­ce­den­tes mili­ta­res de Bel­grano. César Bal­biani, Mar­tín Rodrí­guez, Cor­ne­lio Saa­ve­dra, Fran­cisco Anto­nio Ortiz de Ocampo, Domingo French, Eus­ta­quio Díaz Vélez, en fin, eran todos pací­fi­cos ciu­da­da­nos, dedi­ca­dos a las más diver­sas acti­vi­da­des y des­preo­cu­pa­dos de la mili­cia, hasta setiem­bre u octu­bre de 1806, en que fue­ron desig­na­dos capi­ta­nes, coman­dan­tes, tenien­tes, ayu­dan­tes. Para enton­ces, Bel­grano había sido ascen­dido dos veces, y osten­taba el grado de teniente mayor”.  Ade­más este pró­cer se preo­cupó “por cono­cer el arte mili­tar, y ante el triste espec­táculo de la falta de ofi­cia­les que advir­tió con motivo de la inva­sión inglesa, en 1807, tomó un maes­tro para que le ins­tru­yera en las “evo­lu­cio­nes más pre­ci­sas y le ense­ñase por prin­ci­pios el manejo del arma”.
Asi­mismo, fue un ver­da­dero pro­pul­sor de la ense­ñanza. La ins­truc­ción la encaró con su pro­pia tropa. Los sol­da­dos debían apren­der las pri­me­ras letras y, como así, tomar cono­ci­mien­tos sobre las tareas rura­les. Por sus triun­fos en Tucu­mán y Salta la Asam­blea Gene­ral Cons­ti­tu­yente del año XIII le otorgó un pre­mio con­sis­tente en un valioso sable y la suma de cua­renta mil pesos en bie­nes del Estado. Una vez más puso en relieve sus sen­ti­mien­tos a favor de la Patria. Declinó el obse­quio dis­po­niendo que con dichos fon­dos se cons­tru­yan cua­tro escue­las en Tarija, Jujuy, Tucu­mán y San­tiago del Estero. Con las ren­tas se paga­ría a los maes­tros y para la com­pra de libros y úti­les para los niños pobres.
Fue breve la vida de Bel­grano así como no conoce lími­tes su glo­ri­fi­ca­ción por la pos­te­rio­ri­dad. En 1819 estaba seria­mente enfermo y cuando se encon­traba en Santa Fe comenzó a decaer, para empeo­rar al encon­trarse en el cam­pa­mento cor­do­bés de Cruz Alta días des­pués. El gober­na­dor de la pro­vin­cia medi­te­rrá­nea, doc­tor Manuel Anto­nio de Cas­tro, sal­teño, lo visitó con un médico, quien diag­nos­ticó una hidro­pe­sía muy grave. Bel­grano com­pren­dió que debía radi­carse en Tucu­mán, con­fiando en los bene­fi­cios de ese clima, pero un des­di­chado suceso apre­suró el desen­lace funesto que se pre­veía. Sus detrac­to­res dis­pu­sie­ron nada menos que Bel­grano fuera engri­llado, reso­lu­ción a la que su médico, el doc­tor José Red­head se opuso resuel­ta­mente  no sólo por lo que ello demos­traba de arbi­tra­rio hacia quien nada tenía que ver con los hechos que se regis­tra­ban, sino por el estado del ilus­tre patri­cio, cuyas pier­nas y bra­zos hin­cha­dos mal hubie­ran podido sopor­tar el suplicio.
Decep­cio­nado y físi­ca­mente des­truido, regresó a Bue­nos Aires, lle­gando en marzo de 1820, des­pués de un viaje tan dila­tado como penoso, dejando de exis­tir nada menos que el 20 de junio de 1820, el funesto Día de los Tres Gober­na­do­res. Sus últi­mas pala­bras fue­ron: “¡Ay, Patria mía!”, y no otras hubiera podido pro­nun­ciar quien había vivido, luchando, sufrido y muerto por ella. Sus res­tos están en una urna que corona el sepul­cro empla­zado en el atrio de la Igle­sia de Santo Domingo y su nom­bre está cin­ce­lado inde­le­ble­mente en nues­tros anales.

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