“Querido papá: Cuando recibas esta carta yo ya estaré rindiendo cuenta de
mis acciones a Dios, Nuestro Señor. Él, que sabe lo que hace, así lo ha
dispuesto: que muera en el cumplimiento de la misión… Dios, que es un Padre
generoso, ha querido que este hijo, totalmente carente de méritos, viva esta
experiencia única y deje su vida en ofrenda a nuestra Patria… Papá, hay cosas
que en un día cualquiera no se dicen entre hombres, pero hoy debo decírtelas:
gracias por tener de modelo de bien nacido; gracias por tener tu apellido,
gracias por ser católico, argentino e hijo de sangre española; gracias por ser
soldado; gracias a Dios por ser como soy, que es el fruto de ese hogar donde
vos sos pilar. Hasta el reencuentro, si Dios lo permite. Un fuerte abrazo. Dios
y Patria ¡O muerte!”
Así, con estos términos, un soldado del Ejército Argentino, el teniente Roberto
Néstor Estévez, se dirigía a su padre desde Sarmiento el 27 de mayo de 1982,
antes de partir con destino a las islas Malvinas donde ofrendó su vida en
defensa de la soberanía nacional. Un soldado de fe y de la Patria.
Otro testimonio que trae a mi memoria –tras celebrarse un nuevo aniversario
cuando la Primera Junta dio a conocer la “Proclama y reglamento de la milicia”,
que en sus disposiciones daba la primera organización a nuestro ejército
patrio- es una carta de una madre que se dirige a un soldado argentino
destinado a la zona en conflicto con las fuerzas británicas.
Posiblemente esta mujer, con lágrimas en sus ojos, un nudo en la garganta un
rosario en una de sus manos, escribió estas líneas que le dictaba su corazón:
“Te llevo en mi sangre formas parte de mis latidos. Te siento crecer con
la fuerza del que está determinado por un noble ideal; con la proyección del
hombre que transponiendo barreras de lanza a la conquista de su propia
identidad; con la decisión del que lucha por una causa justa; con el amor
adherido a la tierra; con la valentía del, que defiende su patrimonio. Ya
ves, te conozco más de lo que crees y ahora te tomo de las manos para
derramarte mi aliento tibio. Eres un hombre –continúa diciendo la angustiada madre- y en este delicado
momento por el que atraviesa nuestra Patria, siento que nos proteges. Sí, allá
en el lejano Atlántico Sur has adquirido la estatura de un coloso, y desde
todos los rincones del país contemplamos admirados tu figura. Nos asombras y
nos conmueves. Tu natural modestia probablemente no te permita aceptar esto. No
importa. La nación entera es testigo de tu proeza…”.
Hermoso sentir de una madre que se siente honrada de tener un hijo
soldado en esos momentos tan cruciales en que vivió el país cuando buscaba el
afianzamiento de la soberanía.
Merecen momentos de reflexión estos dos ejemplos con que he comenzado
esta nota que, en esta oportunidad, tiene por finalidad recordar a la gloriosa
institución que germinó en los días de las invasiones inglesas, cuando el
Cabildo de Buenos Aires, el 14 de agosto de 1806, dispuso organizar milicias en
previsión de un nuevo ataque anglosajón. Según señala Ricardo Levene “así se
formó la milicia ciudadana, verdadero plantel de nuestro ejército nacional”.
Cabe aquí hacer mención a lo expresado por el prestigioso historiador
Juan Beverina, en su obra “El Virreynato de
las Provincias del Río de la Plata. Su organización militar” (Ed. Círculo Militar), cuando
determina que durante la gestión de virrey Pedro de Cevallos (1778) actuó en
Salta un grupo, con anterioridad a los invasiones inglesas, para evitar la
penetración de los indios matacos sobre Salta.
En 1785 el Regimiento de Infantería “Buenos Aires” o “Fijo” instaló una
compañía en Salta, dos en Oruro, una en Potosí, una en Charcas (La Plata, tres
en La Paz y otra en Puno.
De acuerdo a las normas establecidas, según Beverina, “los
aspirantes ingresaban en clase de cadetes debían reunir las condiciones
prescriptas por las ordenanzas, entre ellas ser descendientes de nobles y ser
hijo de oficial no menor del grado de capitán. La edad mínima de ingreso era de
doce años y la máxima de dieciséis. Martín Miguel de Güemes, nuestro héroe
máximo se incorporó al Regimiento.
Se formaron cuerpos compuestos por criollos unos, y otros por
peninsulares según la región. Los cuerpos criollos fueron los Patricios,
Arribeños, Patriotas de la Unión, Húsares de Pueyrredón, Cazadores Correntinos,
Granaderos Provinciales y un cuerpo de artilleros en el que sirvieron morenos y
pardos.
Una vez producido el movimiento de mayo de 1810, a los cuatro días
después del 25, se dispuso una nueva organización a las tropas que dejaron de
ser milicias para convertirse en cuerpos veteranos. Los batallones pasaron a
ser regimientos y para cubrir muchas plazas se procedió a “una rigurosa leva de
todos los vagos y hombres sin ocupación conocida desde la edad de 18 años a
40”.
La Junta de Gobierno a continuación, después de incautarse de armas en
poder de los opositores al nuevo gobierno, dispuso el envío al Alto Perú, la
banda Oriental y el Paraguay de expediciones militares con el objeto de
afianzar los principios revolucionarios que buscaba la libertad del Virreinato
de, Río de la Plata.
Los documentos de aquella época dicen que la tropa destinada al Alto
Perú, sobre las bases de las milicias, regladas, se remontó con esclavos
donados por sus propietarios y vagos reclutados por las partidas de campaña y
alcalde de barrio. La oficialidad se conformó con voluntarios que eran o habían
sido oficiales de milicias y cadetes mayores de los 16 años que aspiraban a
seguir la carrera militar.
En la expedición al Alto Perú se incorporó el auditor Feliciano
Chiclana, quien ocupó el cargo de gobernador de la Intendencia de Salta tras
deponer al último representante español Nicolás severo de Isasmendi.
De esta manera concluyo esta recordación al Ejército Argentino que nació
con la Patria y con un amplio sentimiento de religiosidad y moral cristiana.
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